martes, 28 de octubre de 2008

Olía


(foto Imaging- El Retiro)

Olía a otoño, esta mañana. La hierba mojada, las hojas que caían, una tras otra, de los árboles que me acompañaban por el sendero por el que me llevaban esta mañana mis piernas.
Olor a tierra mojada, ruido de coches al fondo; mi paseo tranquilo parecía que iba desacompasado con la rapidez de la ciudad que se levantaba con precipitación.
Los pequeños momentos de las mañanas diferentes. Ayer todavía era primavera. Hoy casi es invierno.
El tiempo a mí alrededor tiene vida propia, mientras intuyo que, día tras día, el tiempo de mi vida se ha detenido. Pasan los momentos, los aniversarios, los otoños, y mi vida no cambia como quizá pensaba que cambiaba la vida.
El otoño cambia a invierno, mientras mi otoño dura un poco más. Lleva años viendo caer las hojas de mi calendario.
A pesar de todo, me gusta el otoño. Me advierte de su presencia, de su olor, y me advierte que la vida continúa. Y que hay que cambiar de estación.

lunes, 27 de octubre de 2008

Por el barrio


(Fernando Botero- Naturaleza muerta con libros)
Paseo por el barrio como si fuera nuevo.
Hace años que dejó de ser mi barrio, para convertirse en olvido.
Desde que mis padres lo abandonaron a su suerte, yo no había vuelto a pasearlo. Igual, en algún momento, me colaba por sus calles para engañar al tráfico. Pero pasó, de un día para otro, de mi barrio, a otro barrio de la ciudad. Cuando leía alguna noticia de sus calles, me paraba para intentar recordar si, en la calle del suceso que anunciaban, había estado en algún momento. Después continuaba mi lectura de titulares y me olvidaba de su nombre.
Pero una muerte me obligó a volver. Laurentino, el vecino amigo de mis padres, decidió dejar también el barrio, pero sin vuelta. Porque le conocía, porque no quería que mis padres fueran solos al funeral, les acompañé. Triste; como todos los funerales, y muy silencioso. Cada vez más frecuento funerales, y cada vez más me impresiona el silencio de las palabras.
Mis padres se fueron a su barrio, y yo, con tarde libre por delante, dejé que mis piernas me pasearan.
La mayoría de las tiendas que recuerdo no tenían ni el mismo tendero, ni las mismas ocupaciones; la ferretería era un todo a cero sesenta. Panadería nueva, pero menos personal. Mira, la churrería seguía tan antigua y aceitosa como siempre.
No olía igual el barrio. Ni su aspecto tenía el mismo color. Supongo que ver las cosas de más pequeño, te da una perspectiva diferente. Ciertas cosas las tenía al mismo nivel que mis ojos, ahora. Antes, la pastelería tenía pasteles que, desde abajo, parecían más grandes. La perspectiva, que no era la misma.
La que se mantenía intacta era la librería. Mis piernas se detuvieron delante de su escaparate. Siempre tan grande. Y no recuerdo que lo rompieran nunca. Supongo que los libros no son tan suculentos como para robarlos y ponerlos en la manta de la Gran Vía. El tiempo, supongo, obligó a la dueña a que fuera también papelería. Cuando apenas tenía doce años, entraba con la excusa de ir a buscar un libro que me pedían en el colegio, y la dueña, a la que supongo caí en gracia, me decía, pasa, y mira, rebusca, por si encuentras alguno que quieras leer. Pasaba horas, me tenía que mandar llamar a su ayudante, porque me perdía en la inmensidad de aquella librería, llena de sueños, que tenía delante de mí. Paraba y leía poesía, o un relato corto, o las aventuras de ese naufrago. Igual me iba con un libro, que con las manos vacías, pero ella, siempre con una sonrisa, me invitaba a entrar.
Después me fui del barrio, y la librería desapareció de mi historia.
Todavía no habían cerrado, y no evité entrar. Un chico, como de mi edad, atendía a una señora que, con su hijo, pedía un libro de tapas azules. Buenas tardes, dije. Hola. Respondió con una sonrisa. Empecé a pasear por los libros sin prisa y sin rumbo.
La emoción de vivir lo vivido de niño me anudaba la garganta. Sus palabras, mientras repasaba un libro de Isaac Asimov, me removieron el alma.
Cuanto tiempo, niño, me sonrió. ¿Qué tal si pasas, miras, rebuscas, por si encuentras algún libro que quieras leer?

viernes, 24 de octubre de 2008

Ich liebe dich


(Tamara de Lempicka)

Ich liebe dich…
Me dijo.
De idiomas, los pocos que conocía, era de lejos. Así que su beso y sus palabras me dejaron mudo; sin una respuesta adecuada. Tampoco me dio oportunidad de balbucearle nada; la carrera que le llevó al tren, que ya en marcha, se alejaba, me dejó como un espantapájaros en medio del andén de la vía 3. Dirección… lejos de mí.
No hubo apenas palabras en nuestro encuentro. Signos, garabatos en las servilletas de los bares; aprendiz de profesor de palabras típicas…”caña, vino de rioja, servicios” Las tres palabras que yo sabía de inglés, y la buena intención de ella, consiguió el milagro de conocernos… Se llamaba Sylvia, y sus palabras ininteligibles, salían de una boca sensual, con los labios carnosos, y con la letra marcada.
Me pidió que fuera su guía, su acompañante; la enseñé todo lo que de Madrid me atraía. Algún museo, un paseo por el Retiro, un cuarteto de cuerda en la plaza Mayor; las cañas y el ambiente del Madrid nocturno, que le obligaba a mantener la sonrisa puesta, y el “ole” en los sitios más inadecuados.
Me obligó a bailar todo lo que no sé. Y lo que sé también. Hubo momentos en la noche que pasamos en vela, que ni me acuerdo de dónde me encontraba. Después, mucho tiempo después, sereno, localizaría lugares ocultos que mi mente borracha borró.
El paseo por la noche de Madrid, cogidos de la mano, hablando borrachos, sin entendernos, pero contentos, nos llevó hasta la puerta del sol; y de Sol a la calle Arenal. Quizá eran las cuatro de la mañana, porque Ginés estaba abierto ya, y completamos la noche con churros y chocolate.
Me dibujó la palabra hotel y un tren mientras yo pedía una ración calentita de churros.
Miré la servilleta… ¿no te irás?... una hora...las 8:00. Pero si nos acabamos de conocer; ella encogía los hombros…
La llevé al hotel, cogió la maleta y nos fuimos andando hasta la estación de Chamartín. No separaba mi mirada de su rostro redondo y con la piel blanca y suave.
Ya en el andén me dio aquel beso largo y sincero… y me dijo ich liebe dich.
Intenté localizarla. Pregunté en el hotel por su dirección, que resultó ser un parque en medio de Berlín. Quería ir allí, encontrarla. ¿Estás loco? Me decía mi padre. Con quince años no vas a ningún sitio… Pero es que es la mujer de mi vida, le dije.
Me apunté poco después a un curso de idiomas para principiantes. Lo primero que pregunté fue lo que significaban aquellas palabras que Sylvia me dijo al despedirse.
Pasaron años; tantos que yo mismo fui el padre de mi hijo de 15. A pesar de eso, de vez en cuando, daba un paseo de madrugada por Madrid, me tomaba un chocolate con churros, y pensaba qué largos son los recuerdos, sobretodo los que sólo duran una noche.

jueves, 23 de octubre de 2008

Las amistades peligrosas



Descubrí la película casi por casualidad. Atraido por los actores, pero con cierto reparo a la historia. Apareció en las carteleras sin mucha publicidad.
La historia, las míradas que implican a los espectadores en la trama. Los actores, las maravillosas actrices.
Bella.

martes, 21 de octubre de 2008

No lo creerás


(Van Gogh. tristeza Gabita)

No lo creerás, pero no siento nada.
Quizá el pequeño dolor de una muela,
que quiere dejar de ser yo para ser ella sola.
O el martilleo constante en mis sienes.
Pero no siento el calor; no siento las caricias.
Me causan indiferencia los besos.
Miro en tus ojos y veo su color, su grandeza.
No veo en ellos su transferencia en cariño,
mi aumento de pulsaciones en el corazón.
Antaño la vida se aceleraba con tu sola presencia.
Mi corazón estallaba y vivía intranquilo si estabas cerca
Ahora siento no sentir.
Mi ingratitud al no devolver la intensidad de tus caricias,
me convierte en un monstruo.
Quiero sentir tu calor, mi excitación por tu respirar.
Pero no siento nada.


(Escrito hace ya unos años. Vocación de poeta, perdida)

lunes, 20 de octubre de 2008

Dudas


(Claude Monet- Puesta de sol en los acantilados cerca de Dieppe)


(Foto de LA TIERRA)

El acantilado no era muy alto; apenas unos metros de distancia me separaban de la mar. Llegué allí esperando respuestas a mis dudas. La soledad suele tener muchas cosas que decirme. Y con la compañía de la mar, juntas, seguro que me aclararían la manía que tengo de preguntarme sobre mi propia vida.
La más de las veces prefiero no hacerme preguntas; me limito a ir pasando el día a día sin esperar que encuentre las respuestas a lo que está pasando.
Wittgenstein ya decía “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse “; o algo parecido. Y si él no podía dar respuesta a las preguntas fundamentales de la vida, quien era yo para siquiera escribirlas.
Eso era la teoría. Pero siempre había un momento del día que me asaltaban las preguntas, en minúsculas, de mi propia vida. Un día decidí que me iba a visitar a mis olvidadas amigas. La soledad venía a verme a menudo a casa, pero la mar, esa era más terca, y, o bien la visitaba, o bien la mandaba cartas en una botella. Pero sólo contestaba cuando iba a verla. Cogí mi casi abandonado coche, lleno de polvo y cansancio, y me lancé a verlas a un pueblecito de Santander.
Me prometieron alojamiento tranquilo, con el paseo cerca. Hacia frío en ese abril destemplado, pero ayudaba a alejar del paseo a los que vivían de fin de semana en ese lugar. La iglesia al final del paseo, del pequeño puerto, se mantenía mirando segura de si misma, a pesar del oleaje bravo con el que me saludo.
Ya sé que he tardado en venir, pero aquí estoy; no te enfades conmigo; además te traigo a la soledad para que charlemos los tres.
Aunque me temo que eso no la calmó demasiado. Tras un paseo de casi una hora, llegué al punto de encuentro. Un pequeño acantilado entre playas, que, si bajas lo suficiente, casi no se ven las casas.
El ensordecedor sonido de las olas, casi impedía que le hiciera las preguntas. Estuvimos un rato los tres allí; la mar se calló un poco, a pesar del su soniquete nervioso y constante.
Necesitaba veros; necesitaba saber que pensáis.
Estuvimos hablando varias horas. Hasta que sentí que las articulaciones necesitaban salvarse de la humedad.
La mar se había calmado. Y la soledad me acompañó hasta un pequeño restaurante cercano al paseo, para tomar algo caliente y entrar en calor.
¿Qué quiere? Preguntó el camarero…
Me quedé callado… un momento… Ante la falta de respuesta, el camarero fue de visita a otra mesa para preguntar lo mismo.
Es curioso, Estaba buscando respuestas a mis preguntas. Pero lo que realmente necesitaba era una pregunta a mis dudas.


viernes, 17 de octubre de 2008

Despertar- me


(Tamara de Lempicka. La Dormeuse)

Después de las primeras palabras, de las miradas intensas, de esa sonrisa magnética, que me impedía desviar la mirada más allá de sus labios, me tenía conquistado.
En la improvisada pista de baile, tan pegados bailábamos que era imposible no sentir sus senos, sin ataduras, pegados a mi camisa. No sé quien estaba más excitado, pero su piel, sudorosa después de tantos bailes, me parecía lo más erótico que mis dedos habían acariciado.
No sé el tiempo que pasó, pero no veía nada, ni oía nada de esa plaza mayor, llena de gente y de petardos. Sólo su rostro, empapado de deseo, y sus labios, que me tenía que comer a bocados.
Nos vamos, preguntó… claro. Dónde… a mi casa.
Los matices de su piel descubrí uno a uno, mientras sorbía cada uno de sus poros. Sudor único de dos cuerpos con ganas de amor. No había límites a sus deseos. Los míos los descubría sin preguntar. El masaje de cosquillas, cuando su pelo recorría mi espalda, mi lengua recorriendo su cuello, hasta quedarme seco.
Amanecía en su cama, en una habitación que convertía su dos por dos en una cama de juguete. El desastre de las ropas arrancadas de los cuerpos con rabia llevaban un claro camino, como las piedras del cuento, que llevan siempre al hogar, cálido.
Me levanté para asomarme por la ventana. La luz del sol se descubría por entre las casas, iluminando las calles sucias de fiesta.
Empecé a pensar en lo casual del destino; si el coche esa tarde no se hubiera empeñado en griparse; si hubiera llegado a mi casa, a mi cubículo, habría compartido con el gato las sobras de la cena anterior, delante de los anuncios de detergente. Ahora estaba en esa casa, junto a la cama de un amor de fiesta, feliz, respirando placer.
¿Qué piensas? Me susurró desde el centro de la cama… Lo bonito que está el pueblo, las sorpresas del des…decía mientras me giraba. Ella, incorporando la cabeza con su mano, me sonreía con esa sonrisa que me hipnotizaba… Qué decías…Que quiero mis mañanas con tu sabor.

jueves, 16 de octubre de 2008

Despertar


(Van Gogh- Habitación hospital Arles)

Me desperté. Estaba en la cama de un hospital. ¡Qué raro! No recordaba cómo había llegado hasta allí. Ni desde cuando. Mire a mí alrededor. Por la ventana entraba una luz intensa. Puede que fuera medio día. Y hacía calor. Mucho calor.
Mi hijo pequeño estaba dormitando en el sofá del hospital. Llevaba chándal. Miré con interés la habitación. Era para mí solo. En las sábanas ponía el nombre del Hospital, Hospital Clínico. Sí, es mi hospital. Tenía sed, pero no tenía la sensación de que las piernas me respondieran.
Juan… le avisé, ¡Juan! Se despertó dando un salto en el sofá. Quiero agua, le dije. No te entiendo, Papá, ¿Qué quieres? Quiero agua. Mi hijo me miraba como no entendiéndome. Agua joder, quiero agua. Ah. Agua, vale Papá, ahora te traigo.
No entiendo qué le pasa. No es tan difícil lo que estoy pidiéndole. Me sucede algo extraño; veo moverse todo como en cámara lenta. Se lo digo a mi hijo que viene con un vaso de agua desde el baño. Tengo la sensación de que las cosas van muy lentas, le digo mientras muevo las manos para darle a entender la lentitud de los movimientos.
Sí, Papá, ya te llevo el agua. Pero ¿Estás tonto, o qué?... que algo me pasa. No me da tiempo a seguir hablando porque Juan me pone en los labios el vaso de agua y me hace beber. El agua se me escurre por la barbilla. No entiendo porque no puedo coger el vaso con la mano. Mi hijo no me deja. Que se te va a caer todo, Papá.
No entiendo nada. Mi hijo me está hablando, y cuando le contesto, no me entiende. A ver si Lola viene, y me echa una mano. Y tu madre, le pregunto; esta vez me entiende a la primera. Mamá se ha ido a dormir, que ha estado toda la noche aquí, contigo. ¿Conmigo?
Toda la noche conmigo. No puede ser. Mi hijo continúa hablando; estas semanas se está pegando una paliza y ya sabes que los fines de semana nos alternamos nosotros. ¿Semanas? Pero qué me está pasando. No te entiendo Papá.
Empiezo a moverme con furia; necesito saber qué me está pasando, y mi hijo no se entera. Debo de estar haciendo mucho ruido, porque la enfermera que acaba de entrar, me está poniendo una inyección… pero ¡Se puede saber qué me pasa!... no es posible que esté… me duermo… No, quiero respuestas…. Hijo, pero…
Me desperté. Estaba en la cama de un hospital. ¡Qué raro! No recordaba cómo había llegado hasta allí.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Rosebud (ciudadano Kane)


Palabra clave en esta película, considerada una de las mejores de la historia del cine. Clautrofóbica en algunos casos, dando una nueva perspectiva a las imágenes, y nuevo sentido al ritmo de una película. Obra genial.
El fragmento es el final de una vida, y el principio de la historia.

Cuadro nuevo


(Tamara de Lempicka. La túnica rosa)

Es un cuadro nuevo.
Cada vez que abro la ventana de la habitación de un Hotel, siempre tengo la sensación de abrir un cuadro nuevo, en movimiento. Nunca me paro el tiempo suficiente como para saber apreciar los pequeños detalles que me ofrece ese cuadro.
Hoy lo abro con la noche cerrada dibujada. Es una noche extrañamente calurosa para el otoño de la mancha. Pero ya no me preocupa pensar si es el cambio climático. Quizá lo sea. O no. No creo que lo sepa nunca.
El Hotel, según lo que veo en el cuadro, tiene vistas a los tejados del pueblo. Pueblo antiguo. Las pocas luces que se intuyen por la estrecha calle que sube al hotel, parpadean sin cesar. La calma es total. Apenas un ronco ruido de un camión de fondo como eco de lo que la autopista que no se alcanza a ver, vomita.
Al cerrar la ventana, descubro el reflejo de la cama en el espejo de cristal, que se encuentra a mi derecha, y que se olvida de mi propio reflejo, tapado con la cortina.
Miro el nuevo cuadro que se me presenta. La cama con las sábanas revueltas, y entre ellas, asoman sus piernas. No son largas, más bien de mujer menuda. Las piernas estratégicamente colocadas para sentirse medio tapadas por las sábanas, y apenas ocultando ese culo que parece dormir medio en pompa.
Su pelo recorre todo el almohadón. Negro, muy negro, da la sensación de encontrarse rodeada de hileras de mechones que salen de lugares imposibles.
No recuerdo como el encuentro casual, el vino compartido, las risas cómplices, nos llevaron a tener este nuevo cuadro en ese hotel, pero ahora, mirando el cuadro, comprendo porque la belleza es femenina.
Me giro en dirección al cuadro, para poder quitar el marco. Creo que me incorporaré al cuadro, quizá descubra matices a este tapiz.

martes, 14 de octubre de 2008

El Príncipe de las Mareas



Secretos inconfesables; de familia. Dolor común de hermanos rotos por una niñez con fractura. Un amor imposible (supongo que ahora lo entiendo más, o menos... no sé).
La tengo en el cajón de películas que me conmovieron, pero que no estoy muy seguro de querer volver a verla. Quizá hay cosas que no me apetece recordar.

viernes, 10 de octubre de 2008

Despedida


(Caspar David Friedrich. Coracero en el bosque)


(Cuacos de Yuste)(Foto de www.fotopaisajes.com)

Ya no lo hago. Hace tiempo que no viajo por esas tierras. Cuando lo hacía, mis viajes a esa zona me acompañaban una cámara, un libro, y el silencio.
Era una buena manera de compartir soledad.
El viaje, en realidad, una excusa para poder llegar a aquel lugar. Conseguí parar por la tarde, ya con las tareas terminadas. Paré el coche un poco más lejos, para poder subir la pequeña cuesta en silencio, con las palabras del viento en las hojas de los árboles centenarios.
Apenas uno o dos coches subían por allí cuando lo visitaba. La tarde pidiendo ser noche, no invitaba a subir a ese lugar, poblado de visitantes durante el día.
Siempre huele a eucalipto. Tras el vallado se encuentran unos árboles que quizá tengan los años de la edad de ese monasterio. O quizá más. Cuelgan sus ramas casi hasta el suelo; se empeñan en acercarse al cielo, y seguramente alguno se habrá asomado.
Se produce un silencio atronador mientras camino por esa zona. Los pájaros, los roedores callan esperando ver si soy cazador… hasta que me siento: en aquella piedra que hace las veces de mesa. Al rato el silencio se vuelve sonidos; aquí, allí aparecen uno detrás de otro.
Respiro hondo. Entiendo que el Rey viniera aquí, a su Monasterio, a pasar sus últimos momentos. La vida no continua hasta que pasa un coche investigando si ese recorrido es el adecuado… creo que no, porque vuelve sobre sus huellas. El tiempo se detiene de nuevo. Después de un tiempo, abro el libro…
Repaso las hojas… una dedicatoria:

“A León Werth
Cuando era niño”.

Otra dedicatoria, esta para mí:

“Solo quien fue capaz de amar
Alguna vez puede reconocerse
Capaz de querer en exceso…
Gracias por esa amistad,
Querida y consentida
Tantos años, especial…”
Y su firma.

Dejo el libro… en realidad, el libro lo he leído decenas de veces, pero me apetecía que me acompañara en mi última visita a ese lugar, en mucho tiempo. Pensé en ella.
Como tantas cosas, su amistad, como este lugar, las llevaré en el corazón.
La tarde empezó a cambiar de color… el rojizo del cielo, el frío que empezó a notarse en la piel, me decía que la visita estaba a punto de acabar…
Me acerqué a un árbol enorme que me miraba cada vez que visitaba ese lugar… con mis manos y con ayuda de una piedra, abrí un hueco junto a su tronco. Metí el libro en una bolsa y esta en el hueco. Lo tapé con la tierra que había removido, y la sellé con la piedra que me había servido de pala.
Contemplé mi singular tarea, volví a dar una vuelta con la mirada a aquella zona que me había enamorado, y me fui sin decir adiós.

jueves, 9 de octubre de 2008

Si bebo


(foto prestada del blog de mencía)

Si bebo, no conduzco.
Si bebo, las rectas se convierten en curvas.
Si bebo, las curvas son piruetas de una montaña rusa.
Ayer, cuando entré en casa, no había bebido.
Pero recuerdo las curvas del vaso, con mi vino preferido encima de la mesa. Compré las botellas en aquella vinoteca dónde paraba cada vez que tenía que pasar por aquella ciudad. Recuerdo lo bien que me atendía la mujer que la regentaba. Siempre me ayudaba a descubrir los vinos, las uvas; los sabores. Syrah, merlot, Macabeo, Gewürstraminer, pinot noir, Mencía…
Me detallaba los olores que descubriría con aquellas uvas, las sensaciones en el paladar. El tipo de copa, para deleitarme más aún de sus matices.
Pasaba más de una hora aprendiendo, cada vez que pasaba por allí. Y allí descubrí ese vino… un ribera, que no soy de ribera decía. Pruébalo, es del noventa y cuatro me decía. No sé. Un poco caro, pensaba también. Finalmente me lo llevé. Una botella, y una copa que compré en el Carrefour cercano.
Abrí con parsimonia el vino en el Hotel, junto con una bandeja de jamón de la zona, que parecía que acompañaba a la perfección.
A la mañana siguiente cargué el coche con dos docenas de aquel vino.
Lo abría en ocasiones especiales. Lo escondía cuando alguno de mis voraces amigos tenía la tentación de beberse mi escasa bodega en una sola noche.
A alguna mujer que se atrevió a conocer mi cocina, mi casa, mi habitación, se lo daba a probar; prefiero la coca cola Light me dijo alguna también.
Cuando abría alguna de aquellas botellas, me transformaba. Era una amante a la que quería mimar, acariciar. Cada sorbo de ese vino, me inducía a cerrar los ojos, a mantenerlo en la boca, a saborear sus matices. Soñaba que era mujer con matices frutales.
Tan enfrascado estaba en mi mundo de vinos, que me subscribí a una revista que me ayudó a apuntarme a un curso de cata, fuera de mi ciudad, en un pueblecito. Allí pasé el fin de semana que descubrí el Cariñena, el somontano, a ti. Los ojos, la mirada, la forma de beber y saborear el vino. Nos enfrentamos a una cata en la que el vino nos produjo los mismos matices, las mismas sonrisas, y nos acompaño a la cama para descubrir que el vino era el complemento perfecto.
No recuerdo el tiempo que tardaste en visitar mi casa, en alojarte, en ser parte de mi vida. Pero creo que todavía tenía el sabor de tus besos, en aquel hotel rural, cuando tus vestidos ocupaban mi armario.
Pasamos unas semanas cruzándonos posturas y besos; descubriendo matices en el cuerpo de los dos.
Aún así, no saque mi vino, mi amante. No quería pensar que el vino y ella no se llevaran bien, que no llegarán a intimar, y tuviera que beber en solitario, de nuevo.
El vaso tenía dueño; todavía se notaba las marcas que deja el vino en la copa, cuando se ha bebido… NO, lo ha probado… y lo ha probado sin mí.
Las cartas que había recogido en el buzón minutos antes, me temblaban en las manos…
Hola, me dijo desde la cocina, ahora salgo… porqué no te pones una copa de vino mientras, me pregunto, dando por hecho que lo haría. Me desplomé en el sofá, pensando qué haría ahora que se conocían. Bebí de su copa, saboreando como nunca ese pequeño sorbo que mojaba mis labios.
Ella apareció al cabo de unos minutos. He descubierto este vino. Lo tenías escondido. Sí. Esperaba el momento especial para presentártelo. Pero no sabía si te iba a gustar.
Es mi vino preferido. Ya… me dijo con una larga pausa.
Sabes, creo que sé como sacarle partido a tu vino, para que no me olvides…
Me cogió de la mano, obligándome a levantarme… con la mano que le quedaba libre, cogió la botella a medio beber, y me arrastró hasta los pies de la cama…
¿Has probado alguna vez el vino, decantado por un cuerpo?
Si bebo, no conduzco.
Si bebo, solo veo las curvas de ella.
Y sus curvas tienen los matices frutales que nunca pude imaginar que tenía su cuerpo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

La puerta


(Renoir. Springtime)

Cerré la puerta intentando hacer el menor ruido posible; apenas el clic del pestillo, y el quejido de la bisagra de arriba que sujetaba a la puerta de entrada a mi casa. Nunca sirvió de mucho el tres en uno que le ponía de año en año. Ahora ya no lo pondría más.
Tras esa puerta quedaban veinte años de mi historia. En mi maleta, el presente con alguna camisa ya arrugada, unos zapatos de repuesto, y poco más.
Los calores del amor, del cariño, fueron compensándose con el ritmo de los enfados, de los sinsentidos hablados a gritos. Iban compensando los abrazos con los brazos cruzados.
Nada servía. Cada vez que, uno u otro, intentaba sacar sus mejores yoes, aparecía el reverso del otro. Ya no recuerdo cómo nos conocimos. Ni porqué estaba compartiendo cama y silencios. Cuando rebuscaba en la historia de nuestros mundos, reconocía a dos novatos en el amor, en la amistad. Nos adorábamos, es lo que recuerdo; sus ausencias me ahogaban. Nuestros encuentros, en los que descubrimos nuestros cuerpos, eran interminables, intensos. Nunca el tiempo se había detenido de esa manera cuando estábamos juntos. Ahora el tiempo era eterno, y no acababan nunca los reproches mutuos.
Ni los niños, ni el amor pasado, ni la familia, ni el futuro, ni ella, ni yo… Nada queríamos salvo alejarnos de nuestra vida.
Creíamos que separarnos no era la solución; pero no había solución con nuestras vidas conjuntas.
Era una huida de nuestros recuerdos. Al cerrar la puerta, dejaba todo lo que teníamos importante, y, a la vez, todo lo que no podíamos tener juntos.
Bajé en el ascensor hasta el portal que daba a la calle. Era una noche fría. Fría y húmeda. La niebla asomaba por el final del parque, acechando a los que nos atrevíamos a salir del calor del hogar.
Y, sin embargo, un calor intenso me salía del cuerpo. Me encerré en el abrigo, mientras lloraba en silencio mi nueva vida.

martes, 7 de octubre de 2008

La mirada


(Veermer- la muchacha con turbante)


Calor. Mucho calor. Sobretodo en mis manos.
El metro estaba atestado a esa hora. Ni un espacio entre los cuerpos. El aire acondicionado seguro que funcionaba, pero éramos muchos, y poco frío para repartir entre tantos.
Mis manos, sudorosas por sujetarme de una manera antinatural, haciendo equilibrios para no caer sobre aquel señor que se empeñaba en leer el 20 minutos totalmente desplegado. Pensaría que era el momento. Y eso que las noticias daban ganas de cerrarlo y pintar encima.
Esa sensación de sudor frío que recorría mi espalda, esa sensación de que la ducha que me había despertado 30 minutos antes, era una pérdida de agua inútil, añadía al viaje un desagradable olor a requemado.
Llevaba los cascos puestos. MP3 de primera generación… 10 canciones que se repetían machaconamente. Próxima estación, Atocha, amenazaba la locución grabada.
Los ojos de la gente miraban a lugares lejanos, con tal de no tropezarse de manera accidental con otras miradas y con otros ojos.
Por eso, quizá, los vi. Me miraban fijamente. O miraban a un vacío que yo crucé. El caso es que, al esquivar la mirada del señor con cara de eterno reproche, me encontré con su mirada perdida.
Estaba lejos, a dos puertas de distancia. Y con tal cantidad de personas entre medias, era imposible acercarme a verlos con más detalle. No se apartaban de mi mirada. Era una mirada seria. Acompañaba a un rostro redondo de mujer. A un rostro blanquecino, supongo que por el calor, que me miraba casi sin emitir movimientos, gesto alguno.
La miré con cierto atrevimiento. Esperaba que me mirara, que viera mi mirada y que los ojos se hablaran.
Pasó Atocha hasta que me quiso ver.
Al mirarme, su rostro sonrió. Una sonrisa acompañó a su mirada.
Yo sonreí al contacto con su mirada, con su sonrisa.
Era el primer gesto amable que me encontraba en el tren en mi vida. Giré la cabeza sin dejar de mirarla, y ella acompañó el gesto.
Los ojos de esa mirada eran azules.
Dejé de pensar en los sudores, en el calor, y en el aire acondicionado. El del periódico se fue, pero la mirada se mantenía.
Jugaba con su cara, y con sus ojos, me miraba y sonreía, se escondía entre la cabeza de alguien que estaba en el medio, para aparecer por un lado o por otro de esa cabeza.
Pasaron los cinco minutos como segundos. No quería perder esos ojos. Me habían enamorado. Próxima estación, Sol… su mirada se desvió, dejó de sonreír y apareció una mano que me decía adiós… ¡NO! Grité, y el murmullo callado de los que estaban allí se transformó en un silencio absoluto. No te vayas, por favor. Sonrió, bajó la cabeza, y salió del tren.
Viajo todos los días pensando en encontrarme con esa mirada. A todas horas; alguna me reprocha el descaro, el atrevimiento de mi mirada. Perdí la mirada, y gané la desesperación de no encontrarla.

lunes, 6 de octubre de 2008

Sueño en blanco y negro



(Escher)

Yo también sueño en blanco y negro.
No sé dónde, o a quien leí, o escuché decir, que sus sueños no eran en tecnicolor; que eran en blanco y negro. A mí también me pasa. Unos, que otros vienen en colores vivos y con música pregrabada incluso.
Pero de él sólo tengo sueños en blanco y negro. Creo incluso que mis encuentros con él eran en ese bicolor. Después, mucho después, al visitar aquella casa vacía que dejó él y la tía, reconocí que había color; que si se levantaban aquellas persianas venecianas que daban a la calle empedrada, se veía pasar el mundo, y la luz iluminaba el salón. Era como una foto que se pudiera tocar. El salón no se movió de ese lugar y de esas formas en años. La mesa y las sillas llevaban toda la vida allí, y de esa manera colocadas. Las fotos que ellos tenían de recuerdo me traían imágenes de personas ya olvidadas. Incluso esa que estaba en brazos de él, mi hermana, que tampoco estaba ya, aunque seguía viva en cada uno de mis momentos.
No recuerdo de él que tuviera la piel dura, ni el color del pelo distinto del blanco, ni si su tacto era frío al contacto conmigo. Le recuerdo sentado en la silla de mimbre, mirando la puerta de entrada al salón que tenía a su izquierda y con la voz ronca, como de ultratumba.
Todo se llenaba de solemnidad a su lado. Estirado delante de su mesa, parecía que el mundo del salón era de su propiedad, y que nada de lo que allí sucedía era ajeno a su voluntad.
No sé nada de él. Era mi tío, o eso creo, aunque no sé si era de esos tíos a los que llamamos tíos, pero no lo son en realidad. O son tíos segundos, o primos hermanos; o alguien, que finalmente, cuando muere, te enteras que llevaba años en casa, pero que nadie sabía de parte de quien podría venir. Pero la costumbre le tenía allí.
Pero de él sé sus historias. Era guardia civil. En la época negra de nuestra historia. La guerra civil le vino, como a todos los de la época, en un bando. Supongo que él siguió en ese bando, porque también le interesaba; aunque no hablé de política; o de si unos eran buenos o malos. Creo que ese recuerdo le dolía. Vivir en pueblos de Ávila, dónde todos eran familiares, amigos, hermanos, y tenías que tomar posición, no era sino dolor lo que notaba en las arrugas de su frente al recordar.
Pero él no me hablaba de eso. Me hablaba de la aventura de vivir. De cómo visitaba a su novia cuando era mozo, como se le cruzaban los lobos, que había, y muchos, en la zona.
De cómo jugaba a cosas que ya no existían, y ya no recuerdo. Que el balón era de tela, que la vida se movía despacio.
Al recordar sus historias en blanco y negro, siempre me imaginé que su vida tuvo que ser apasionante; llena de aventuras y de recuerdos que la edad los añoraba.
No sé nada más de su vida. Murió, creo que en la misma silla desde la que nos saludaba los domingos por la mañana, cuando íbamos a visitar a la familia.
Soñé meses antes con su muerte. Sabía que la vida se le apagaba antes siquiera de que él lo supiera. El último día que le vi, le di el abrazo más grande que recuerdo que di con diez años. Lloraba ante la sorpresa de todos.
Él no me dijo nada. Sonrió, creo que por primera vez, y me contó una historia, de amigos perdidos.

viernes, 3 de octubre de 2008

Chocolat



Sabor dulce es el que deja está película. Película amable, con las prohibiciones de los deseos de fondo; con las trabas que antes, en ciertos pasados, existían, para poder ser uno mismo.
Película para disfrutar. Y terminar con una sonrisa.
Quizá es lo que necesito para este fin de semana. Una sonrisa amable. Las musas, como le pasa a veces a otros bloggeros amigos, han tomado unos días libres. Espero que vuelvan con fuerza renovada.
Imaging