martes, 24 de marzo de 2009

Cerrado



Creo que no puedo seguir...
No de momento...
Hoy he visto un video; la verdad: ese video leía mis pensamientos, que decía con palabras en una canción lo que mi corazón comunicaba a mi razón...
Pero no era para mí.
¿Qué tal mi despedida con un verso de Neruda? Ya lo conoceis, ya lo tengo en una entrada (18 de febrero de 2008)
Antes de irme, porque necesito tiempo para recomponerme, para decirme lo que siento, necesito que sepáis que ha sido un placer; y que sin el blog, no habría crecido, no habría reencontrado; tampoco me habría reencontrado. Y que los blogs que tengo enlazados, merecen la pena ser leidos, no os los perdais.
Os dejo con Neruda.
Mil besos, de corazón...


"POEMA 20
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche esta estrellada,

y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo."

Pablo Neruda
Veinte poemas de amor
y una canción desesperada"

lunes, 23 de marzo de 2009

Zapato solitario



(Imagen tomada desde mi móvil en una mañana de domingo en algún lugar de Madrid; siento la mala calidad de la foto)

Nunca he sentido demasiada empatía con las cosas; bueno, quizá sí; algunas cosas que relaciono con momentos de mi vida, que son efectos determinantes para recordar situaciones, hechos en mi vida que han significado algo.
Aquel coche dónde hice el amor la primera vez, y que tuve que abandonar en el desguace, después de denunciarme por abuso de kilómetros; aquel tocadiscos dónde escuché la canción.
Pero no suelo pensar en las cosas como algo animado que me mira, que me hace ver algo que me está pasando.
El pasado domingo, paseando, andando, vi un zapato. Sí, el de la foto. Recordé una película que había visto hacía apenas unos días, en la que la protagonista hacia fotos al calzado abandonado; y qué curioso, siempre era uno; nunca se abandonaba la pareja de zapatos, de botas. Sólo quedaba uno.
Sonreí; me resultó gracioso pensar en la película, delante de aquel zapato, y le hice una foto. Mi primera foto de un zapato.
Mientras me sonreía pensando en esa foto, en ese momento, me quedé mirando aquel zapato, abandonado al pie de una acera, tumbado, inmóvil.
Y fue en ese instante en el que tuve esa sensación; en realidad ese zapato estaba allí esperándome; se me quedó mirando a los ojos; me miró con tristeza infinita, y sonrió con tristeza.
Yo no estoy más solo que tú, me dijo.
Y volvió a cerrar los ojos.

(La película: "buscando un beso a Medianoche")

domingo, 22 de marzo de 2009

Contigo


(Dali)


La vida se mueve, transita, sin detenerse ante la perspectiva de quien necesite un tiempo para coger aire.
Los abrazos no tienen acomodo cuando no tienen persona a quien acoger.
Los besos, como la canción, no sabemos dónde van cuando no se dan.
Los pensamientos que no forman palabras que se ponen en el aire,
se quedan arañando el curso interior de las entrañas,
Los silencios, cuando hablan con las miradas, se transforman en palabras
que desean ser escuchadas.
Contigo, la vida se mueve a ritmo diferente, y te permite recorrerla con calma.
Contigo, los abrazos no se despegan de tu cuerpo, dónde se sienten seguros.
Contigo, los besos llegan al fin por el que fueron creados.
Contigo, los pensamientos hablan de lo que siempre buscaron, para ser libres.
Contigo, las miradas son palabras de amor, que renancen y cambian a cada momento
su significado, aumentando su grandeza.
Por ti, la vida tiene sentido.


Para ti

viernes, 20 de marzo de 2009

La casa (1ª parte)


(Cabezuela del Valle, Cáceres) La foto me la ha regalado Alamut. Gracias por compartirla conmigo.

(Os pido disculpas. Soy más de cerrar historias, pero es que me está apeteciendo extenderme en esta, aunque ahora no puedo continuar; espero no demorarme mucho en el siguiente paso. Gracias)

Estaba allí sentado, asomado en el puente del pueblo. Mis piernas se balanceaban en el vacío. Miraba el curso del río hasta que se perdía en el meandro rodeado de álamos que vivían en su orilla.
Era curioso, el valle, al cogerlo, lo bajaba, y el río, como llevando la contraria, parecía escalarlo.
El sol atardecía a mi espalda; el silencio, roto por la constante comunicación del río con el valle, y por los gritos de los niños, quizá recién salidos del colegio, me trasmitía tranquilidad en el alma.
La última vez que estuve en aquel valle, el ritmo de mi vida transcurría entre pueblo y pueblo, entre alcalde y terrateniente, y no podía pensar en parar mi tiempo en ese puente. Mi forma de vida no me permitía mantener mi mente en paz ni siquiera el momento justo que sirviera para apreciar lo realmente importante.
Y ahora, allí estaba. Sentado en el puente que atravesaba sin mirar, sin saber lo que se encontraba en la orilla; sin ver lo que había de importante.
Los cerezos no habían florecido, a pesar de las fechas. El calor de esas semanas pasadas, no había sido suficiente. Las terrazas que, en forma de escalera gigantesca, trepaba por las laderas del valle, mantenían un teatro natural en ese valle, y el escenario parecía el puente dónde yo me encontraba.
El miedo escénico me ayudo a coger las ganas suficientes para levantarme del puente. Ya era hora de retomar mi camino, pensé.
Inicié mi recorrido, por una senda peatonal que me llevaba al coche, a unos cientos de metros apenas, y mi mirada recorría la orilla contraria, cuando la vi.
La casa estaba apenas con la estructura de vigas de madera. Parecía una casa dejada a su vejez en soledad. Me paré frente a ella. La casa parecía estar colgada en la orilla, como empujada por el resto de las casas del pueblo, y a punto de dejarse caer.
Dos ventanas como ojos, cerradas con ladrillos; la imposibilidad de que sus ojos ciegos no pudieran ver el paso del río, y la inmensa belleza que le rodeaba, me llenó los míos de lágrimas.
Volví sobre mis pasos, mirando de vez en cuando la casa, por miedo a perderla de vista y que, en un momento, tomara la decisión de suicidarse.
Tardé en encontrar su lado opuesto; la entrada de la casa se encontraba en una calle estrecha, y su tejado apenas se separaba unos centímetros de su oponente, claramente más aseada.
Su fachada no tenía mejor aspecto, aunque, al menos, tenía las ventanas sin ladrillos, y un teléfono en la fachada. Se vende, se atrevía a decir, junto con un número de teléfono.
Llamé.
Sonaba insistente, Casi con un timbre desagradable.
No contestó nadie. Nervioso, volví a marcar… seis, siete llamadas…
¿Diga? ¿Diga, quien es?
Pensaba que la voz sería de un señor mayor, con la voz temblorosa, y con el oído duro, o de una señora con la voz marcada por el dolor de las ausencias.
Pero la voz era de mujer joven, quizá de mi edad.
¿Hola? Sí, perdón, soy Javier.
¿Qué Javier?
Estaba sin saber qué decir, no había reparado en qué iba a decir, ni qué quería contar.
He visto la casa, la que está en la orilla del río, me atreví a contarle.
Ya, es la casa de mis abuelos; no la puedo mantener, y tengo que venderla ¿Le interesa?
Bueno, no sé; es que me ha dado pena verla en ese estado, y he llamado sin querer.
Me gustaría verte, quiero decir, ver la casa.
Claro… estaré en un rato allí.

lunes, 16 de marzo de 2009

Mirarte


(retrato mujer. Diego Rivera)

Los agradecimientos al final de la larga, casi interminable, lista de actores, actrices, dirección técnica, y las luces cegadoras, me decían que mi momento de cine había terminado.
Me gustaba más la sesión continua. Saber que tras la primera película, aunque las luces se encendieran, volveríamos a nuestras butacas, después de una rápida visita al servicio, y a reponer líquidos, y disfrutaríamos de una segunda, incluso de una tercera película.
Pero ya no.
Era el momento de salir y que las butacas se llenaran de nuevos espectadores, con nuevas palomitas, y con la bebida a rebosar.
Tras el aire viciado de la sala seis del cine, el aire perfumado de humos y de ruidos, me hacia volver a la realidad de dónde estaba. Las ocho. Y tenía un rato por delante para disfrutar de mi soledad, de mi libertad condicionada. La plaza dónde vomitaba a los espectadores el cine estaba llena de paseantes, de coches cruzados, de mercadillo financiado por el ayuntamientos. Qué tiempos en los que el mercadillo era libre de colocarse en el hueco libre de la plaza de Santa Ana, y podías caminar, entre caña y caña, en el mundo apasionante de los que querían hacer las cosas de manera distinta.
Ahora, al igual que la sesión continua, el mercadillo de la Plaza de Santa Ana, había desaparecido.
Pensé en tomarme una cerveza. A la salud de mis amores perdidos, de mis amores encontrados, de los desencuentros; a mi salud.
El café de mis reencuentros estaba, como está siempre, abarrotado. Pero la barra me reservaba un lugar de honor. La cerveza me la sirvió la camarera del piercing en el labio; me conocía… no sabía de qué, pero me conocía. Quizá de esa primera cerveza que me sirvió cuando no estaba solo. Cuando ya no iba a estar solo nunca más.
El rastreo de mi mirada por el bar me dejó miradas vacías, mucho turista y algún eco de conversaciones banales hablando de la banalidad del amor.
Tras un rato de charla con mi memoria, decidí visitar mundo. El mundo que uno abandona cuando deja paso a la realidad, y deja los sueños abandonados por las aceras de las calles que recuerdas, pero que ya no visitas.
Lavapíes era una de esas zonas. Bajé por la calle que le da nombre al barrio. Despacio; los olores cambiaban y, aunque tenía la sensación de que todo seguía igual, en realidad lo que se parecía eran los cambios. Cambios constantes de una ciudad que se mantiene igual con sus cambios. Por eso quizá es tan especial.
Seguía buscando miradas. A veces el cuerpo se transforma en cosas que no quieres ser, pero la mirada, que también se transforma, a veces mantiene la luz que ilumina a ciertas personas.
Pero reconozco que nunca me había pasado. No había vuelto a reencontrarme con miradas. La plaza estaba llena de discusiones y de idiomas distintos. Los olores a curry, a especias, daban el toque distintivo del barrio. No paraba de sonreír. Era mi noche. Encuentros con mis recuerdos; con esas cañas que rendían homenaje al Guernica, que se presentaba a los ojos de todos en el museo Reina Sofía.
Entre por Argumosa. La noche de invierno llena de primavera y de terrazas. Miraba como un turista de otro país, los bares, sus nombres, sus olores. Miraba las mesas de las terrazas repletas de miradas que no reconocía.
En medio de una vereda de terrazas, sin embargo, me encontré con mi sueño. Los sueños que no cumples porque no pueden existir. Pero mi sueño tenía ojos. La mirada que buscaba y que nunca encontré se deslizaba con un rostro y el pelo oscuro que ella manejaba con soltura. No me atreví a parar. Era ella. Era su mirada. La mirada que hace años pasó a ser recuerdo, a ser dolor, la había encontrado.
Cómo en las películas en las que el protagonista corría a la siguiente esquina para hacerse el encontradizo con la persona amada, crucé la acera, desande lo andado. Y recorrí, con la meta ya fijada, el recorrido una vez más.
Y la mirada seguía allí. El escalofrío que notaba iba en aumento según pasaba de nuevo por la calle. Hasta cuatro veces pasé por ese camino, visitando esa mirada, y emocionándome, al notar que esa mirada seguía siendo la misma que años atrás me dejó para visitar nuevos mundos, mientras el mío elegía la senda del olvido.
La quinta búsqueda dejó el vacío. Se había ido. Me paré frente a la mesa ocupada de nuevo, mirando sin mirar a los nuevos clientes, que me miraban entre sorprendidos e incómodos.
Cerré los ojos. Fue real. Durante unos minutos, descubrí que mis sentimientos hacia ella no se habían perdido. Que no fue ilusión. Que fue algo más intenso. Que no pasó por mi como quien me pide el billete del tren.
Suspiré hondo.
Al darme la vuelta, me encontré de frente con ella. Estaba a mis espaldas, esperando que me girara. Sus ojos nerviosos me miraron. Hola. Hola. Me encontré con tu mirada. Y yo con la tuya. No, yo ya no tengo esa mirada. Sí, la tienes. Porque no buscaba tu mirada y en tus pasadas, no dejé ni un instante de ver como brillaban
Durante unos instantes mantuvimos nuestras miradas enfrentadas.
¿Crees en los sueños que se hacen realidad? No. Creo en la realidad que se convierte en el sueño que se desea vivir.

lunes, 2 de marzo de 2009

Paseo con curvas


(Retablo de amor. Julio Romero de Torres)

Suelo acercarme a ella despacio, cuando se encuentra dormida en el mar de los sueños. Su dormir suena profundo, ausente de las preocupaciones que le asaltan al abrir los ojos.
Me cuesta no ver sus ojos profundos y llenos de inteligencia, y le acaricio con la yema de mis dedos los párpados aún cerrados.
La limitada visión de su cuerpo, visto en la pequeña perspectiva que alcanzan mis miopes ojos desde la almohada, me obliga a levantar la cabeza e instalarla en una de sus curvas desnuda.
Visito con mis manos, que se acompañan de mi mirar, el recorrido que siempre imagino cuando no estoy con ella, y que, ahora, a su lado, velando su sueño, recorro como un ciego que lee la obra maestra que tiene en sus manos y de la que no quiere perderse el más mínimo detalle.
Las curvas de sus caderas son el paso obligado a sus piernas, y estas desembocan en el laberinto de los pies, con las uñas de colores, que me dicen que debo de volver, despacio sobre la piel que deseo.
Manejar despacio mis dedos sobre su piel caliente es disfrutar de un viaje al desconocido mundo de su cuerpo. Nunca voy deprisa cuando viajo por ese sendero, siempre conocido, nunca descubierto en su totalidad. Me paro en el lunar que quiere sobresalir de su piel… le doy vueltas, como dudando si seguir mi paso o quedarme indagando en el por qué de su salida de tacto.
Subo despacio y descubro su otra cadera que baja irremediablemente en dirección al ombligo. Allí alojo mi cabeza mirando de nuevo su cuerpo lleno de curvas.
En los trayectos montañosos nunca me mareo,y mientras mis manos encienden con caricias su cuerpo, pienso en lo fabuloso que es perderme otra vez en este trayecto...