lunes, 19 de octubre de 2009

Nada


Gustave Caillebotte (The Yerres,Rain)


Definición de nada.
(Del lat. [res] nata, [cosa] nacida).
1. f. No ser, o carencia absoluta de todo ser. Era u. menos c. m.
2. f. Cosa mínima o de muy escasa entidad.
3. pron. indef. Ninguna cosa, negación absoluta de las cosas, a distinción de la de las personas.
4. pron. indef. Poco o muy poco en cualquier línea. Pasó por aquí hace nada.
5. adv. neg. De ninguna manera, de ningún modo.

No pensaba. Mi mente no me llevaba a ningún lugar, a ningún sitio conocido. Después de un par de horas de caminata agotadora, me encontraba en aquella piedra desde la que, sentado y mirando al norte, veía con claridad la ciudad que me ocultaba del resto del mundo. La ciudad que me convertía en ser anónimo, y me permitía perderme entre la gente, y no tener contacto con ninguno de mis especimenes.
Miraba la ciudad sin fijarme en los detalles. No me fijaba en los tejados, ni en los edificios singulares que sobresalían en altura al resto.
Ni miraba ni pensaba.
No sé el tiempo que pasé sentado en esa piedra; quizá el dolor de las piernas dormidas por la posición en la que me encontraba, me ayudó a volver a la realidad.
Acostumbro a pasear solo por el campo, así no tengo que hablar, ni comunicarme. Es como estar en mi ciudad, con la única diferencia que aquí, en el campo, al cruzarme con un caminante como yo, o con un ciclista, nos damos los buenos días. Bueno, no todos. Las mujeres que han decidido tener un día de campo organizado por la asociación de mujeres charlatanas del barrio, no tienen tiempo de escuchar el sonido del silencio, y sí el de sus propias voces, por lo que no atienden a un buenos días protocolario. O los que van encadenados a sus cascos, y da igual el sonido de la naturaleza si tienes en ese momento a Manu Chao en el mp3.
La realidad se mantenía bastante silenciosa; los días fríos en el campo, ahuyentan a los caminantes destemplados; y es el mejor momento para andar solo.
No pensaba; si lo hiciera, me daría cuenta que, tanto en la ciudad como en el campo, mi única compañía era la soledad. Pero no me sentía triste; ni alegre. No sentía. Creo que, durante mucho tiempo, tenía que estar alegre o triste; reirme o llorar por alguna razón.
Ya no. Ahora no lo necesitaba. Mi pasos me llevaban a mantenerme en el sendero correcto que me llevaba al interior del bosque, porque sí; no por que me gustara, o me disgustara. No porque era la manera de ponerme en forma y disfrutar de la naturaleza. Simplemente lo hacía. No había nada más. Ninguna razón que me tuviera allí y no en otro lugar.
Quizá en un principio eso fue así. Tuve una razón para salir al campo la primera vez. Y era una razón poderosa. Ahora, después de tanto tiempo, no había razones. Tenía razones para salir a las ocho de la mañana del domingo, como todos los domingos, de mi casa, y lanzarme al campo cercano a realizar la caminata que se volvió costumbre.
Ahora no.
Ahora era consciente de dónde estaba cuando me torcía un tobillo, o empezaba a llover y tenía que salir corriendo a refugiarme de la lluvia. O cuando, de vez en vez, en ese anonimato al que accedí voluntariamente, me aparecía un ser que reconocía mi nombre, que no sólo me saludaba con un buenos días, sino que me obligaba a parar y a mantener una conversación (qué termine rápido, por favor, rogaba) a la que respondía con monosílabos, por lo general de no más de dos letras.
Lo terrible era cuando llevaba tu misma dirección, y te preguntaba si me importaba que fuéramos juntos; y andábamos a la par, y hablaba, y hablaba, mientras se iban disipando las palabras en mi mente.
Entraba en la ciudad, después de estar toda la mañana en el campo, con el cansancio de las piernas que pesaban cada vez más. Cruzaba las calles por los mismos lugares, y saludaba con la mano y una sonrisa perfecta, acostumbrada a salir incluso en los momentos más tristes de mi vida, al camarero del bar que siempre me sirve un café por las mañanas, de lunes a sábado.
Me paro en la tienda de electrodomésticos que está cerca de mi casa. Y miro mi imagen recogida por las cámaras que tienen en la tienda, y me veo en la televisión como único protagonista. Me veo y me reconozco, pero sé que no soy yo. Miro mi imagen. Sé que soy yo, pero la imagen no me transmite lo que tengo en el interior. Sonrío con la sonrisa perfecta; buenos días, me digo a mi imagen. Me devuelve simultáneamente el buenos días. Quizá ahora que me veo frente a mi, me podría decir algo. Pero no, no tengo nada que preguntarme, nada que decirme. Veo un ser, que soy yo en realidad, y no se me ocurre qué puedo preguntarle, qué puedo decirle. Supongo que ya sé que no tiene nada que contestarme. Dejo de sonreír. Buenos días, nos contestamos; hasta el próximo domingo.