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jueves, 20 de mayo de 2010

Viajando


Rhapsody in Blue

Cerraba los ojos y me imaginaba por esas calles interminables, en apariencia estrechas, con edificios que llegaban al cielo; me imaginaba pequeño entre tanto gigantismo arquitectónico. Pero me imaginaba feliz. Era mi ciudad desde que, siendo un pequeño adolescente, viajaba por sus calles paseando con música de Gershwin y mirando con la mirada de Allen. Me sentaba en aquel cine de sesión continua, con columnas en el medio del patio de butacas, viendo películas de tres en tres, (y "de mes en mes, de dos en dos y de seis a siete") y soñaba despierto con aquella ciudad.
Sus bancos, sus luces nocturnas, esos restaurantes que sólo me imaginaba que pudieran existir allí.
Hoy sigo viendo aquella ciudad con ojos de soñador... imagino el vaho saliendo de sus tapas de alcantarillas, con mis manos cogiendo con fervor una taza de café para llevar. Miro las ofertas de viajes... cuatro días, alojamiento y desayuno...tasas...
entro en la agencia de viajes; buenas, buenas, que quiero ir allí. Cuando ya está el viaje en marcha, la tarjeta pendiente de hacer bien su labor, me entra la sensación de que el sueño sigue manteniéndome feliz de ir. Y que si voy no habrá vuelta atrás...
Me encanta imaginarme en un banco de Central Park, mientras espero que Allen pase a mi lado con una bolsa de papel de la compra con un crucifijo dentro, y mascullando rezos en latín, intentando llegar a la verdad de la existencia de dios.

lunes, 25 de enero de 2010

Una promesa es una promesa

(He prometido varias cosas este principio de año... una de mis promesas es intentar leer más, y escribir más. Este relato de mi viaje de fin de semana, al calor de unas cervezas está escrito a vuela pluma; Espero que os... entretenga)


(Una de mis fotos)

Una promesa es una promesa…
Sábado, veintitres. Cogí el coche ya a las once y pico de la mañana, por culpa del sueño acumulado.
Otra noche sin dormir. Ni siquiera el lexatín hace algo, salvo las primeras horas; las dos o tres primeras horas. Después, quizá la luz, que persisto en tener encendida la iluminación tenue de la mesilla; quizá los miedos que se mantienen atentos a cualquier duda en el sueño, para convertirlo en pesadilla.
Las pesadillas son tan reales, que me espabilan inmediatamente.
No puedo evitarlo; tengo miedo. Un miedo profundo y aterrador. Y no lo puedo controlar. Así que, cuando la pesadilla me despierta, la más de las veces enciendo la tele, me levanto con la garganta seca, y los ojos humedecidos. Miro el teléfono, como si a las tres de la mañana alguien pudiera acordarse de mi y llamarme.
Y, sin embargo, no me puedo levantar a la hora acordada con mi conciencia. Sólo puedo dar vueltas a mis miedos, llenarme de angustia y ahogarlo con el ruido de la televisión. Y al final, me levanto tarde.
Creo que me da más miedo el inicio del viaje que el viaje en si mismo. Una vez que estoy en marcha, a cien kilómetros de Madrid, iría a cualquier parte. Y parece que el coche se mantiene vivo, a pesar del maltrato; a pesar de su vejez, de que su ruido no me deja escuchar la música que uso para no dejarme pensar.
Para no ponerme a llorar ya en el kilómetro setenta de la Nacional dos, empiezo a soñar despierto.
Si hubiese hecho, si fuese de esta manera, habría hecho, habría dicho… Y entonces ella, él, los demás descubrirían quien soy, lo magnífica persona que soy… al menos en esos sueños.
Y sigo soñando… si me tocara la lotería, bueno, no tengo sueños alrededor de las cantidades que me tocarían, pero sí lo bueno y generoso que sería con ese dinero.
Bueno, kilómetro 140. He pasado un mal rato, pero lo he superado con cierta dignidad. Ahora, ya con fuerzas renovadas, pongo Radio nacional para escuchar la importancia de la harina para hacer pan… Fundamental.

Llego con la reserva pidiéndome a gritos que rellene de gasoil el depósito, que coincide que el hecho en una estación de servicio de Calatayud.
No quiero entrar en Calatayud. La última vez que estuve allí me fui sin pagar un café que no me llegaron a servir; así que me quedo en una gasolinera que está en las puertas de la ciudad. Un minuto para preguntar al “gasolinero” cuanto me queda de trayecto.
Mientras salgo, monto el espectáculo que sólo yo sé hacer: arrancar el coche mientras me pongo el cinturón y voy dándole un mordisco a la manzana que saco de la chistera con forma de bolsa de Mercadona.
Mis pensamientos se mantienen alterados entre la angustia, el miedo, y el vértigo.
Ese sitio le gustaría, pienso; llevo la mano derecha al asiento del acompañante, que está vacío. No quiero mirar al móvil. Lo apago. No quiero saber que no recibo llamadas.
Va a ser uno de mis primeros propósitos del año. Desengancharme del móvil… Palabra.
El desvío en Cariñena me anuncia que todavía quedan 42 kilómetros para mi primer destino… qué carretera más mala, por Dios; y con niebla… mierda, todavía, cuando llego, no veré lo que voy buscando.
A diez kilómetros de mi destino, me encuentro con ese tipo de sitios que uno estudia en la biografía de un pintor famoso, pero que nunca va porqué, ¿Quién quiere ir a Fuendetodos? Y más aún: ¿Cómo fue posible que llegará a Madrid, naciendo allí? ¿Y cómo fue posible que llegara a ser el genio que pinto, entre otras cosas “el perro semihundido”.


(Francisco de Goya. Perro semihundido)

De todas formas paro en mitad del pueblo y de la niebla.
Sólo silencio. Un coche tuneado (¿allí?) aparece entre la niebla.
No, no es el sitio dónde me apetece estar; son casi las tres y quiero parar en mi destino con calma…
Después de un rato, por fin, el destino: Belchite.

Un pueblo feo de entrada (perdón… lo que me parecía); de momento no llama la atención. Pero esconde su secreto el final de la recta.

Los restos del Belchite de antes de 1937. El Belchite que se destruyó y que nació en el mismo momento. Una ciudad que se quedó en silencio tras el asedio que se inició el día veinticuatro de agosto de ese año y que terminó los primeros días de septiembre.
No os voy a contar la historia, que ya la sabeis. Entro, solo en la calle principal de lo que fue y es ahora restos. Estoy solo; viene bien la hora y el día para la visita. Nadie a mi alrededor lo que acrecienta la sensación de desolación. La calle principal desemboca en una plaza. Es la nada con una fuente esteril en el medio. Continúo hasta la iglesia. Foto al cartel de la puerta inútil:


(Una de mis fotos)

el interior está lleno de sonidos; sonidos que se producen por el aire que entra por sus agotadas paredes. Es increible que el ruido de aquellos días traiga tanto silencio.
Ahora sigo mi camino entre mis propias lágrimas, producidas por la historia, por la ciudad o, quien sabe, si por la propia lástima que me produzco. Recuerdo, mientras sigo el paseo por Belchite, del triste protagonista de “entre copas”, sólo que sin amigos, sin su paladar, y sin amor.
Vuelvo al coche; mi hermano me interrumpe según enciendo el teléfono, con cosas terrenales. No me apetece la conversación, pero reconozco que alivia pensar que alguien me ha llamado, a pesar de todo.
Pregunto, tras ver el plano, a un hombre, simpático, pero seco. Voy a mi siguiente parada: yacimientos íberos que ya son más romanos que íberos. Mi siguiente cometido en esta vida.
Azaila… restos íberos, que tienen planta romana, pero que impresionan. Me venden la entrada con la cara de sorpresa de ver a alguien a esas deshoras, solo, intentando no parecer que lo está.
La noche me cae de repente. Yo, en medio de un lugar que casi nadie conoce, intentando sonreir con aire de “mirar que independiente soy, que mierda de independiente soy que estoy solo aquí ¿Y a quien importa? Supongo que a mi.
Mando un mensaje… sé que no habrá respuesta.
Ya en el Hotel, veo un rato una peli de Billy Wilder, y salgo con una sonrisa enorme a la calle.
Ahora, mientras escribo, apuro mi tercera Voll-damm…
El bar tiene suficiente ruido como para permitirme no escuchar que estoy pensando, a pesar de saberlo.
Lo prometido, deuda… intento vivir solo, y soportarlo.

miércoles, 22 de julio de 2009

Viaje de vuelta


(claustro del Monasterio. Fotografía sacada de MCU)


Viajé durante toda la noche. Noche de verano que ayudaba a mantener las ventanillas bajadas para que el aire caliente mantuviera despiertas mis ganas de conducir. Música de Ravel, repetitiva hasta el agotamiento, que yo reproducía sin dar aliento a mi cabeza.
Una parada, en medio de la nada, para repostar carburante y agua; en un brindis que sólo con el coche, me atreví a pronunciar en alto, mientras la dependienta de la enrejada estación de servicio me miraba pensando, quizá, qué gente más rara viaja por las noches.
Paseo a la luz de la gasolinera para estirar piernas y escuchar el sonido de la calma de la mancha.
Era un viaje extraño, que inicié sin meta, por puro azar; porque mis pensamientos fluían y no quería que pararan. Por costumbre, me precipité a la nacional cinco, vacía cuando iniciaba el viaje. Mi coche, lleno de recuerdos y de kilómetros compartidos, en silencio, o con algarabía, me acompañaba. Aunque con achaques, tampoco él quería perderse el espectáculo de un viaje solitario.
En un punto, sin pensar, giré y me encaminé a una carretera secundaria, de doble sentido, aunque igualmente vacía de acompañantes, de coches. Sólo los dos y Ravel. Iba despacio, correr sin rumbo fijo me parecía que no me llevaba a ninguna parte. La tenue luz que se aparecía tras los riscos, me anunciaba que no quedaba mucho para iluminar el camino con el amanecer. Paré, al amparo de la luz sin fuerzas, en el arcén de la carretera. Quité la llave, callé los timbales finales de la sinfonía, y me bajé del coche a mear.
Las ranas del arroyo cercano, que intuían la luz del amanecer, ya croaban con un ritmo que parecía que habían ensayado a la espera de nuestro encuentro nocturno.
Mientras meaba, miré al cielo.
Ese negro, que tornaba azul, el ritmo del campo, me dejó un momento de paz interior que reconocí como íntimo. La sensación de estar en el momento adecuado; en el sitio dónde quería estar.
Luces de coche al fondo, rompieron ese momento mágico. Pasó raudo, quizá sabiendo que, aunque temprano, para el conductor de aquel automóvil, ya iba tarde.
Emprendí la marcha; ya conocía el lugar, el sitio dónde me llevaban mis pensamientos que creía sin destino. La carretera de la Vera era la senda; llena de curvas que recorría en silencio. La falta de prisas me permitía ver el estado de las vacas, la curvatura de los troncos de los árboles, castaños quizá, que el tiempo y el aire libre les convertía en orgullosos acompañantes del camino.
En un pueblo, quizá Aldeanueva, quizá no, paré en un bar que tocaba a maitines, y me bebí dos cafés con leche, y un antiguo donut, que sabía a añejo. A los dos kilómetros, el café y el donuts decidieron quedarse en la comarca, y yo les enterré cerca de una gasolinera, al salir del pueblo; de Aldeanueva; o quizá no.
El sol empezaba a crecer en tamaño, y la luz, ya intensa, traía los olores de la mañana. La Vera se desperezaba, y yo con ella.
Al llegar a Jaraiz, decidí que Ravel iba a tener su momento de paz; necesitaba algo más relajado… quizá las cuatro estaciones. Sí, venga, un poco de primavera para este verano que quiere dejar de serlo. Mientras cambiaba la cinta, escuché el crotorear de las cigüeñas, y lo increíble que me resultaba despertar en esas ciudades donde las cigüeñas eran las protagonistas de los amaneceres.
Mi destino estaba cerca. Tanto que el olor de los eucaliptos empezaba a entrar sin control por mis sentidos. Giré a la derecha, las sombras de los castaños y de los eucaliptos dejaban frescor y sensaciones de llegar al destino.
El Monasterio de Yuste. Rodeado de naturaleza, de paz. Dejé el coche aparcado junto a un enorme eucalipto que nos prometió sombra.
La ligera brisa dotaba de sinfonía de hojas en movimiento a todo el lugar.
Me senté en una piedra que parecía colocada al efecto. Respiré hondo. Todo estaba en perfecta armonía.

He vuelto, susurré.

viernes, 20 de marzo de 2009

La casa (1ª parte)


(Cabezuela del Valle, Cáceres) La foto me la ha regalado Alamut. Gracias por compartirla conmigo.

(Os pido disculpas. Soy más de cerrar historias, pero es que me está apeteciendo extenderme en esta, aunque ahora no puedo continuar; espero no demorarme mucho en el siguiente paso. Gracias)

Estaba allí sentado, asomado en el puente del pueblo. Mis piernas se balanceaban en el vacío. Miraba el curso del río hasta que se perdía en el meandro rodeado de álamos que vivían en su orilla.
Era curioso, el valle, al cogerlo, lo bajaba, y el río, como llevando la contraria, parecía escalarlo.
El sol atardecía a mi espalda; el silencio, roto por la constante comunicación del río con el valle, y por los gritos de los niños, quizá recién salidos del colegio, me trasmitía tranquilidad en el alma.
La última vez que estuve en aquel valle, el ritmo de mi vida transcurría entre pueblo y pueblo, entre alcalde y terrateniente, y no podía pensar en parar mi tiempo en ese puente. Mi forma de vida no me permitía mantener mi mente en paz ni siquiera el momento justo que sirviera para apreciar lo realmente importante.
Y ahora, allí estaba. Sentado en el puente que atravesaba sin mirar, sin saber lo que se encontraba en la orilla; sin ver lo que había de importante.
Los cerezos no habían florecido, a pesar de las fechas. El calor de esas semanas pasadas, no había sido suficiente. Las terrazas que, en forma de escalera gigantesca, trepaba por las laderas del valle, mantenían un teatro natural en ese valle, y el escenario parecía el puente dónde yo me encontraba.
El miedo escénico me ayudo a coger las ganas suficientes para levantarme del puente. Ya era hora de retomar mi camino, pensé.
Inicié mi recorrido, por una senda peatonal que me llevaba al coche, a unos cientos de metros apenas, y mi mirada recorría la orilla contraria, cuando la vi.
La casa estaba apenas con la estructura de vigas de madera. Parecía una casa dejada a su vejez en soledad. Me paré frente a ella. La casa parecía estar colgada en la orilla, como empujada por el resto de las casas del pueblo, y a punto de dejarse caer.
Dos ventanas como ojos, cerradas con ladrillos; la imposibilidad de que sus ojos ciegos no pudieran ver el paso del río, y la inmensa belleza que le rodeaba, me llenó los míos de lágrimas.
Volví sobre mis pasos, mirando de vez en cuando la casa, por miedo a perderla de vista y que, en un momento, tomara la decisión de suicidarse.
Tardé en encontrar su lado opuesto; la entrada de la casa se encontraba en una calle estrecha, y su tejado apenas se separaba unos centímetros de su oponente, claramente más aseada.
Su fachada no tenía mejor aspecto, aunque, al menos, tenía las ventanas sin ladrillos, y un teléfono en la fachada. Se vende, se atrevía a decir, junto con un número de teléfono.
Llamé.
Sonaba insistente, Casi con un timbre desagradable.
No contestó nadie. Nervioso, volví a marcar… seis, siete llamadas…
¿Diga? ¿Diga, quien es?
Pensaba que la voz sería de un señor mayor, con la voz temblorosa, y con el oído duro, o de una señora con la voz marcada por el dolor de las ausencias.
Pero la voz era de mujer joven, quizá de mi edad.
¿Hola? Sí, perdón, soy Javier.
¿Qué Javier?
Estaba sin saber qué decir, no había reparado en qué iba a decir, ni qué quería contar.
He visto la casa, la que está en la orilla del río, me atreví a contarle.
Ya, es la casa de mis abuelos; no la puedo mantener, y tengo que venderla ¿Le interesa?
Bueno, no sé; es que me ha dado pena verla en ese estado, y he llamado sin querer.
Me gustaría verte, quiero decir, ver la casa.
Claro… estaré en un rato allí.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Paseando por París



(G. Caillebotte. Techos Nevados)

Sólo conocía París en verano. Y además coincidió que eran veranos de un calor insoportable. Los parisinos y los turistas metíamos los pies en las fuentes que aliviaban nuestros agobiantes paseos. Y, claro, París era la ciudad de la luz. Una luz que entraba por los cielos limitados que se creaban en los patios interiores, o por las claraboyas de algún paso interior. Todo era luz.
Pero siempre me sorprende leer que en París llueve, y mucho; que los días de luz son pocos, y que la condición normal en sus paseos es ir acompañado de un paraguas, o de una gabardina, si no quieres llegar calado y helado. Que las tonalidades de gris son muchas, y los matices oscuros, también.
Tras mi ascenso, uno de mis primeros viajes, además de un recorrido por Barcelona, Valencia, fue a París. Me prometieron, ante mi analfabetismo idiomático, un intérprete para poder sobrevivir a la reunión con uno de nuestros socios.
Llegué a París, al hotel, cerca de los campos Elíseos, la tarde previa a la reunión. Quería dar un paseo; lo que más me gusta de una ciudad es la posibilidad de andarla; de recoger en mi memoria los instantes, los olores, que me produce una ciudad al andar por sus caminos.
Quería un paseo por Montmatre, para visitar a Amelìe Poulen, y descubrir si las flechas que pudieran estar pintadas, me llevaban a ella.
Mi caminar era lento; no iba a un lugar concreto ni a una cita. París era ruido de coches, de cruces imposibles, de puentes de un río que en mi ciudad sólo se sueña. Parar en uno de los puentes, y descubrir como los barcos pasan por debajo, y los barcos de turistas, que siempre hay turistas, saludan; y tú les saludas. Parar en las esquinas y descubrir los bares, los cafés que miran a los paseantes, como yo.
El paseo frío y con colores grises, me transportó a una ciudad con otros matices. Recordaba el blanco y negro de las películas francesas que nos seducían. París era, tal y como recordaba, la ciudad que nunca te deja indiferente. Que saca los recuerdos olvidados, incluso si es tu primera visita a la ciudad.
Y el paseo también me trajo hambre; recordaba las calles estrechas llenas de restaurantes, de bistrot, de Dönner Kebap, cerca de Sant Germain. Allí, a pesar de ser miércoles laborable, se sentía el calor humano, y el olor a vino tinto. Los restaurantes españoles te tentaban con omelette españolas, y con paella.
Me atreví a entrar en un bistro pequeño, con puerta verde, con picaporte, como si entrara en una casa, y una pequeña ventana con los cristales oscuros que apenas dejaban ver lo que había en el interior.
El lugar, con pocos clientes, tenía pequeñas mesas redondas, con velas, y con música desconocida de fondo.
Quería cenar, dinner, le dije a la camarera. Sonrió; era evidente que yo era español; ni inglés, ni francés, y mezclando mal los tres idiomas. Sí, acompáñeme, me dijo en un español afrancesado, tan sensual como siempre uno imagina que te hablará una francesa.
Me ofreció una mesa, en un rincón, que me permitía ver la barra, y la puerta, al fondo. La carta en francés… tendrá que ser una omelette seguro. Pardon, le dije… no entiendo, le dije despacio, como si la velocidad de mi español transformara mi idioma en universal.
¿Qué quiere? Me devolvió con su español especial; lo que quieras y vino.
Me volvió a sonreir y se alejó.
Me encantan esos bares en los que, aun estando solos, puedes sentirte bien, acompañado de un espíritu en paz; y sonreirte.
No tardó en volver con un vaso de vino, y un vino que me descorchó delante de mi, dejándolo en la mesa para que yo me sirviera. Merci, le dije… se nota que me estoy soltando, me sonreí.
No recuerdo el vino, pero sé que me dio el toque de magia, esa magia definitiva que se produce cuando estás en el sitio indicado, en el momento justo; aunque no tuviera compañía. De repente, al añadir dos copas más a mi estómago vacío, todo era posible.
Pensé en mi amor perdido, en mis momentos duros, y sin embargo, en ese momento, me encontraba en paz conmigo.
Me trajo un bistec, con patatas… Todo era perfecto.
Al salir del restaurante, en el que la magia del vino, del bistec y de un par de quesos que me ayudaron a terminar con mi hambre, el frío que ya no esperaba me abofeteó la cara. El frío era impresionante, y el aire amenazaba con silbidos tras las esquinas.
Cogí aire y me propuse andar con paso firme en dirección a mi hotel. La ciudad, de repente, se encontraba vacía. Quizá la magia del bistro me alargó la noche y me trajo al París oscuro y nocturno de una ciudad que trabaja al día siguiente.
Mientras cruzaba un puente helador, el viento paró. De repente la ciudad calló por un momento… y empezó a nevar.
Me paré asimilando el milagro de vivir un momento que podía ser único para mí. La ciudad de la luz, con la iluminación de la nieve. Miré al final del río sin fin, y vi la nevada como caía sin prisa pero con ganas. No sé el tiempo que permanecí en ese estado de trance; quizá hasta que mis pies reclamaron movimiento para no morir.
Llegué blanco al Hotel. El empleado de recepción estaba asomado a la ventana que daba a la calle, sin pestañear.
Buenas noches, buenas noches señor. Impresionante nevada, ¿verdad?. Es cierto, le dije; y continué: Una vez, alguien me contó que había estado en París nevado, y que había sido un momento único. Y lo es. Ahora lo sé.
Recordé las palabras de aquel amor, cuando me relataba con emoción cómo vivió su nevada, su primera nevada en París.
Al subir a la habitación revisé si todavía conservaba su teléfono móvil; le envié un mensaje:
“Estoy en París, y nieva… y me acordé de ti”.
En la madrugada, recibí un mensaje:
“Ya tenemos más en común, París, la nieve, y un amor que nunca olvidaremos”
París amaneció nevado.
Yo amanecí sabiendo que París me había enamorado.

lunes, 20 de octubre de 2008

Dudas


(Claude Monet- Puesta de sol en los acantilados cerca de Dieppe)


(Foto de LA TIERRA)

El acantilado no era muy alto; apenas unos metros de distancia me separaban de la mar. Llegué allí esperando respuestas a mis dudas. La soledad suele tener muchas cosas que decirme. Y con la compañía de la mar, juntas, seguro que me aclararían la manía que tengo de preguntarme sobre mi propia vida.
La más de las veces prefiero no hacerme preguntas; me limito a ir pasando el día a día sin esperar que encuentre las respuestas a lo que está pasando.
Wittgenstein ya decía “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse “; o algo parecido. Y si él no podía dar respuesta a las preguntas fundamentales de la vida, quien era yo para siquiera escribirlas.
Eso era la teoría. Pero siempre había un momento del día que me asaltaban las preguntas, en minúsculas, de mi propia vida. Un día decidí que me iba a visitar a mis olvidadas amigas. La soledad venía a verme a menudo a casa, pero la mar, esa era más terca, y, o bien la visitaba, o bien la mandaba cartas en una botella. Pero sólo contestaba cuando iba a verla. Cogí mi casi abandonado coche, lleno de polvo y cansancio, y me lancé a verlas a un pueblecito de Santander.
Me prometieron alojamiento tranquilo, con el paseo cerca. Hacia frío en ese abril destemplado, pero ayudaba a alejar del paseo a los que vivían de fin de semana en ese lugar. La iglesia al final del paseo, del pequeño puerto, se mantenía mirando segura de si misma, a pesar del oleaje bravo con el que me saludo.
Ya sé que he tardado en venir, pero aquí estoy; no te enfades conmigo; además te traigo a la soledad para que charlemos los tres.
Aunque me temo que eso no la calmó demasiado. Tras un paseo de casi una hora, llegué al punto de encuentro. Un pequeño acantilado entre playas, que, si bajas lo suficiente, casi no se ven las casas.
El ensordecedor sonido de las olas, casi impedía que le hiciera las preguntas. Estuvimos un rato los tres allí; la mar se calló un poco, a pesar del su soniquete nervioso y constante.
Necesitaba veros; necesitaba saber que pensáis.
Estuvimos hablando varias horas. Hasta que sentí que las articulaciones necesitaban salvarse de la humedad.
La mar se había calmado. Y la soledad me acompañó hasta un pequeño restaurante cercano al paseo, para tomar algo caliente y entrar en calor.
¿Qué quiere? Preguntó el camarero…
Me quedé callado… un momento… Ante la falta de respuesta, el camarero fue de visita a otra mesa para preguntar lo mismo.
Es curioso, Estaba buscando respuestas a mis preguntas. Pero lo que realmente necesitaba era una pregunta a mis dudas.


viernes, 10 de octubre de 2008

Despedida


(Caspar David Friedrich. Coracero en el bosque)


(Cuacos de Yuste)(Foto de www.fotopaisajes.com)

Ya no lo hago. Hace tiempo que no viajo por esas tierras. Cuando lo hacía, mis viajes a esa zona me acompañaban una cámara, un libro, y el silencio.
Era una buena manera de compartir soledad.
El viaje, en realidad, una excusa para poder llegar a aquel lugar. Conseguí parar por la tarde, ya con las tareas terminadas. Paré el coche un poco más lejos, para poder subir la pequeña cuesta en silencio, con las palabras del viento en las hojas de los árboles centenarios.
Apenas uno o dos coches subían por allí cuando lo visitaba. La tarde pidiendo ser noche, no invitaba a subir a ese lugar, poblado de visitantes durante el día.
Siempre huele a eucalipto. Tras el vallado se encuentran unos árboles que quizá tengan los años de la edad de ese monasterio. O quizá más. Cuelgan sus ramas casi hasta el suelo; se empeñan en acercarse al cielo, y seguramente alguno se habrá asomado.
Se produce un silencio atronador mientras camino por esa zona. Los pájaros, los roedores callan esperando ver si soy cazador… hasta que me siento: en aquella piedra que hace las veces de mesa. Al rato el silencio se vuelve sonidos; aquí, allí aparecen uno detrás de otro.
Respiro hondo. Entiendo que el Rey viniera aquí, a su Monasterio, a pasar sus últimos momentos. La vida no continua hasta que pasa un coche investigando si ese recorrido es el adecuado… creo que no, porque vuelve sobre sus huellas. El tiempo se detiene de nuevo. Después de un tiempo, abro el libro…
Repaso las hojas… una dedicatoria:

“A León Werth
Cuando era niño”.

Otra dedicatoria, esta para mí:

“Solo quien fue capaz de amar
Alguna vez puede reconocerse
Capaz de querer en exceso…
Gracias por esa amistad,
Querida y consentida
Tantos años, especial…”
Y su firma.

Dejo el libro… en realidad, el libro lo he leído decenas de veces, pero me apetecía que me acompañara en mi última visita a ese lugar, en mucho tiempo. Pensé en ella.
Como tantas cosas, su amistad, como este lugar, las llevaré en el corazón.
La tarde empezó a cambiar de color… el rojizo del cielo, el frío que empezó a notarse en la piel, me decía que la visita estaba a punto de acabar…
Me acerqué a un árbol enorme que me miraba cada vez que visitaba ese lugar… con mis manos y con ayuda de una piedra, abrí un hueco junto a su tronco. Metí el libro en una bolsa y esta en el hueco. Lo tapé con la tierra que había removido, y la sellé con la piedra que me había servido de pala.
Contemplé mi singular tarea, volví a dar una vuelta con la mirada a aquella zona que me había enamorado, y me fui sin decir adiós.