viernes, 20 de marzo de 2009

La casa (1ª parte)


(Cabezuela del Valle, Cáceres) La foto me la ha regalado Alamut. Gracias por compartirla conmigo.

(Os pido disculpas. Soy más de cerrar historias, pero es que me está apeteciendo extenderme en esta, aunque ahora no puedo continuar; espero no demorarme mucho en el siguiente paso. Gracias)

Estaba allí sentado, asomado en el puente del pueblo. Mis piernas se balanceaban en el vacío. Miraba el curso del río hasta que se perdía en el meandro rodeado de álamos que vivían en su orilla.
Era curioso, el valle, al cogerlo, lo bajaba, y el río, como llevando la contraria, parecía escalarlo.
El sol atardecía a mi espalda; el silencio, roto por la constante comunicación del río con el valle, y por los gritos de los niños, quizá recién salidos del colegio, me trasmitía tranquilidad en el alma.
La última vez que estuve en aquel valle, el ritmo de mi vida transcurría entre pueblo y pueblo, entre alcalde y terrateniente, y no podía pensar en parar mi tiempo en ese puente. Mi forma de vida no me permitía mantener mi mente en paz ni siquiera el momento justo que sirviera para apreciar lo realmente importante.
Y ahora, allí estaba. Sentado en el puente que atravesaba sin mirar, sin saber lo que se encontraba en la orilla; sin ver lo que había de importante.
Los cerezos no habían florecido, a pesar de las fechas. El calor de esas semanas pasadas, no había sido suficiente. Las terrazas que, en forma de escalera gigantesca, trepaba por las laderas del valle, mantenían un teatro natural en ese valle, y el escenario parecía el puente dónde yo me encontraba.
El miedo escénico me ayudo a coger las ganas suficientes para levantarme del puente. Ya era hora de retomar mi camino, pensé.
Inicié mi recorrido, por una senda peatonal que me llevaba al coche, a unos cientos de metros apenas, y mi mirada recorría la orilla contraria, cuando la vi.
La casa estaba apenas con la estructura de vigas de madera. Parecía una casa dejada a su vejez en soledad. Me paré frente a ella. La casa parecía estar colgada en la orilla, como empujada por el resto de las casas del pueblo, y a punto de dejarse caer.
Dos ventanas como ojos, cerradas con ladrillos; la imposibilidad de que sus ojos ciegos no pudieran ver el paso del río, y la inmensa belleza que le rodeaba, me llenó los míos de lágrimas.
Volví sobre mis pasos, mirando de vez en cuando la casa, por miedo a perderla de vista y que, en un momento, tomara la decisión de suicidarse.
Tardé en encontrar su lado opuesto; la entrada de la casa se encontraba en una calle estrecha, y su tejado apenas se separaba unos centímetros de su oponente, claramente más aseada.
Su fachada no tenía mejor aspecto, aunque, al menos, tenía las ventanas sin ladrillos, y un teléfono en la fachada. Se vende, se atrevía a decir, junto con un número de teléfono.
Llamé.
Sonaba insistente, Casi con un timbre desagradable.
No contestó nadie. Nervioso, volví a marcar… seis, siete llamadas…
¿Diga? ¿Diga, quien es?
Pensaba que la voz sería de un señor mayor, con la voz temblorosa, y con el oído duro, o de una señora con la voz marcada por el dolor de las ausencias.
Pero la voz era de mujer joven, quizá de mi edad.
¿Hola? Sí, perdón, soy Javier.
¿Qué Javier?
Estaba sin saber qué decir, no había reparado en qué iba a decir, ni qué quería contar.
He visto la casa, la que está en la orilla del río, me atreví a contarle.
Ya, es la casa de mis abuelos; no la puedo mantener, y tengo que venderla ¿Le interesa?
Bueno, no sé; es que me ha dado pena verla en ese estado, y he llamado sin querer.
Me gustaría verte, quiero decir, ver la casa.
Claro… estaré en un rato allí.

2 comentarios:

tag dijo...

Uyyyyy que interesante!!

A ver que haces con la chica, los dos solos en esa casa, con el peligro que tu tienes... que te ya te voy conciendo, ja,ja,ja.

Pepe del Montgó dijo...

Pasas de una descripción geológica perfecta a una sociológica para terminar en un intimismo. Me gusta.