miércoles, 29 de julio de 2009

Universo



(Matisse. Dance)

Intuía su cuerpo desnudo con las yemas de mis dedos.
Recorría con lentitud su perfil, intentando crear
una imagen en mi mente sólo con los movimientos
que mis dedos describían sobre su cuerpo.
Notaba cómo su cuerpo se estremecía;
cómo despertaba de un sueño agitado
por la calurosa noche de un Madrid de julio.
Nuestra respiración se acompasaba,
manteniendo una conversación que iba
al son de mis dedos en su piel.
Mis labios besaban su cuello con suavidad,
casi sin tocar su piel;
apenas un susurro debajo de su oreja.
En ese momento sabía que no existía otro universo;
el universo que formaban nuestros dos cuerpos.

martes, 28 de julio de 2009

Paseando


(John Singer Sargent, Hombre leyendo)

Paseaba mi mirada por la estantería de casa, sin decidirme por ninguno de los libros que se encontraban siempre dispuestos a ser adoptados por unos días, quizá semanas.
Mi pequeña despensa de libros estaba colocada de manera caótica; se entremezclaban los ya leídos, con los olvidados; los incuestionables, con los sólo mordisqueados en sus primeras hojas; los releídos y los que esperan en el banquillo de la estantería, pacientes, y esperanzados, sabiendo que en un momento de mi vida, me acompañarán en el metro, en la mesilla de la cama, y yo iré consumiendo a sorbos sus palabras.
Por alguna razón que desconozco, o no, mis libros se mantienen en cada estantería, colocados de mayor a menor, de izquierda a derecha, y, por lo general, por editoriales.
No obstante, siempre me encuentro con la estantería rebelde, que suele ser la de los libros recientemente comprados, alquilados, prestados, que dejo en una estantería concreta. Son los nuevos fichajes y creen que serán los primeros en salir de su estado inmóvil.
Pero leo sin solución de pensamientos; sin saber qué libro empezaré cuando termine el que está en mis manos. Mal síntoma si ya pienso en el libro que leeré cuando el elegido está siendo sustituido antes incluso de terminarlo.
Mis ojos se mueven de arriba abajo en la sucesión de libros; giro la cabeza para leer sus nombres; aunque con algunos, viejos amigos de facultad, no necesito hacerlo; sólo la pasta y el color me dice de quien se trata.
Siempre falta alguno, dejado a un amigo que olvida lo sagrado que es que se devuelvan los libros. Los discos y la novia no se prestan. Pero los libros, que uno piensa que ya no hacen otra cosa salvo ocupar espacio, pasado un tiempo sin ellos, sabes que necesitas tenerlo en el hueco, en ese hueco que has dejado, con su nombre escrito en el espacio.
Quizá debiera poner una marca, con una esquela; “Aquí vivió El señor Conrad, y su Corazón de las tinieblas; editorial Alianza, edición 1987. Fuimos felices mientras estuvimos juntos; estará siempre vivo en mi memoria.”
No encuentro el título que me sugiera su lectura; algunos muy pedantes; otros sabes que deberías leerlos, pero no, ese día, no.
Por fin paro. Aquí está; ni muy grueso ni muy ligero; 314 páginas; cómodo de llevar en el metro.
Mi amante de paseos. Mi guardián de soledades; mi crecimiento mental. Mi nuevo amigo para lo bueno y para lo malo.
Me siento en el sofá con el libro en mis manos. Miro de nuevo la portada; quizá tenga alguna relación con su interior, o no, pero me quedo un rato memorizando su nombre, su autor; sexta edición de 2.001 y traducido del alemán por…
Miro por la ventana, como recogiendo luz en mis ojos, cojo aire, y leo:
“Capítulo primero”.

miércoles, 22 de julio de 2009

Viaje de vuelta


(claustro del Monasterio. Fotografía sacada de MCU)


Viajé durante toda la noche. Noche de verano que ayudaba a mantener las ventanillas bajadas para que el aire caliente mantuviera despiertas mis ganas de conducir. Música de Ravel, repetitiva hasta el agotamiento, que yo reproducía sin dar aliento a mi cabeza.
Una parada, en medio de la nada, para repostar carburante y agua; en un brindis que sólo con el coche, me atreví a pronunciar en alto, mientras la dependienta de la enrejada estación de servicio me miraba pensando, quizá, qué gente más rara viaja por las noches.
Paseo a la luz de la gasolinera para estirar piernas y escuchar el sonido de la calma de la mancha.
Era un viaje extraño, que inicié sin meta, por puro azar; porque mis pensamientos fluían y no quería que pararan. Por costumbre, me precipité a la nacional cinco, vacía cuando iniciaba el viaje. Mi coche, lleno de recuerdos y de kilómetros compartidos, en silencio, o con algarabía, me acompañaba. Aunque con achaques, tampoco él quería perderse el espectáculo de un viaje solitario.
En un punto, sin pensar, giré y me encaminé a una carretera secundaria, de doble sentido, aunque igualmente vacía de acompañantes, de coches. Sólo los dos y Ravel. Iba despacio, correr sin rumbo fijo me parecía que no me llevaba a ninguna parte. La tenue luz que se aparecía tras los riscos, me anunciaba que no quedaba mucho para iluminar el camino con el amanecer. Paré, al amparo de la luz sin fuerzas, en el arcén de la carretera. Quité la llave, callé los timbales finales de la sinfonía, y me bajé del coche a mear.
Las ranas del arroyo cercano, que intuían la luz del amanecer, ya croaban con un ritmo que parecía que habían ensayado a la espera de nuestro encuentro nocturno.
Mientras meaba, miré al cielo.
Ese negro, que tornaba azul, el ritmo del campo, me dejó un momento de paz interior que reconocí como íntimo. La sensación de estar en el momento adecuado; en el sitio dónde quería estar.
Luces de coche al fondo, rompieron ese momento mágico. Pasó raudo, quizá sabiendo que, aunque temprano, para el conductor de aquel automóvil, ya iba tarde.
Emprendí la marcha; ya conocía el lugar, el sitio dónde me llevaban mis pensamientos que creía sin destino. La carretera de la Vera era la senda; llena de curvas que recorría en silencio. La falta de prisas me permitía ver el estado de las vacas, la curvatura de los troncos de los árboles, castaños quizá, que el tiempo y el aire libre les convertía en orgullosos acompañantes del camino.
En un pueblo, quizá Aldeanueva, quizá no, paré en un bar que tocaba a maitines, y me bebí dos cafés con leche, y un antiguo donut, que sabía a añejo. A los dos kilómetros, el café y el donuts decidieron quedarse en la comarca, y yo les enterré cerca de una gasolinera, al salir del pueblo; de Aldeanueva; o quizá no.
El sol empezaba a crecer en tamaño, y la luz, ya intensa, traía los olores de la mañana. La Vera se desperezaba, y yo con ella.
Al llegar a Jaraiz, decidí que Ravel iba a tener su momento de paz; necesitaba algo más relajado… quizá las cuatro estaciones. Sí, venga, un poco de primavera para este verano que quiere dejar de serlo. Mientras cambiaba la cinta, escuché el crotorear de las cigüeñas, y lo increíble que me resultaba despertar en esas ciudades donde las cigüeñas eran las protagonistas de los amaneceres.
Mi destino estaba cerca. Tanto que el olor de los eucaliptos empezaba a entrar sin control por mis sentidos. Giré a la derecha, las sombras de los castaños y de los eucaliptos dejaban frescor y sensaciones de llegar al destino.
El Monasterio de Yuste. Rodeado de naturaleza, de paz. Dejé el coche aparcado junto a un enorme eucalipto que nos prometió sombra.
La ligera brisa dotaba de sinfonía de hojas en movimiento a todo el lugar.
Me senté en una piedra que parecía colocada al efecto. Respiré hondo. Todo estaba en perfecta armonía.

He vuelto, susurré.