viernes, 27 de febrero de 2009

Desperté


(Hopper- room sea)

Me desperté con ganas de vomitar.
Estaba en la habitación, tumbado boca abajo, completamente exhausto de cerveza y humo. Llevaba varias horas bebiendo en un tugurio, que de momento parecía el sitio perfecto para iniciar una velada conmigo mismo, con pretensiones de brevedad, que dejó de ser provisional, al tercer cubata, y al segundo mojito.
Todavía con un poco de consciencia, me levante, apoyándome en el perchero de mi mano izquierda, para mantener la verticalidad, y tras unos largos y agónicos instantes, me atreví a dar un paso adelante.
Cogida la inercia que me llevaba a casa, me dejé llevar por mis pensamientos oscuros. La noche helada sólo ayudaba a darme bofetadas de realidad, pero no me aclaraba el futuro de mis pasos.
Mi camino, que sereno era de apenas unos minutos, se transformó en un vía crucis, que libraba gracias a que a esa hora de la madrugada, era el único transeúnte de la ciudad y podía sortear con amplios y tambaleantes pasos las más arriesgadas de las aceras.
No recuerdo el paso de la calle a la cama.
Pero en ella sólo veía dar vueltas a la lámpara barata de la tienda de chinos que compré para iluminar mi pobre imagen. En una de esas vueltas, decidí que los cubatas, los mojitos, y aquel brebaje que me sirvió de invitación de despedida, no era buena mezcla, y la tenía que dejar en el baño…
Mis restos los dejé a duras penas en la ducha, dónde me metí, al descubrir que la taza del vater no se quedaba quieta y al intentar vomitar, me daba collejas en la cabeza. Abrí el agua y, aunque helada, me devolvió a la realidad de mi lamentable estado… Salí mojado y así volví a caer en la cama…
Nunca más, pensé; nunca más puedo dejar que la vida tome las riendas de mi vida, y la sacie con la bebida.
No sé la hora que era cuando los rayos de luz se reflejaban en el espejo que me incordiaba, pero no pude evitar despertar y sentir que las sábanas estaban todavía empapadas de agua. Me sentía sucio y sólo. La soledad de quien bebe en soledad, quien duerme en soledad y quien respira en soledad, era insoportable. Me levanté. Las dos y media. En el instante de escucharme decir la hora, la puerta de la habitación se abría. Mi mujer se asomaba por el quicio de la puerta. Das asco, musitó. Cerró la puerta con la niña a su lado, y el sonido de sus palabras resonando en mi cabeza.
En un exceso de valentía, abrí las ventanas de la habitación, desmantelé la cama, y me metí en la ducha, esta vez reparadora.
Al salir al resto de la casa, mi mujer estaba preparando la comida, mientras la niña jugaba con sus muñecas. Hola… Hola helado fue su contestación. Qué tal el día en casa de tus padres, le pregunté. Has bebido y estás todavía borracho. Bueno, mentí, salí con unos amigos y la noche se lió. Ya.
El resto del día se convirtió en día de los perdones, en no volverá a pasar; lo siento, no volveré a hacerlo. Los reproches a la vida que debiera tener, a la que no tenía.
La noche amaneció pronto, y nos acostamos abrazados.
Ya entrada la madrugada, desperté aún a su lado. Mi despertar fue esta vez sereno y callado, miré la lámpara que hoy no quería moverse de su sitio ;me levanté a la ducha que, de nuevo, salpicó mi cuerpo con una helada lluvia que me devolvió,otra vez, mi lamentable estado; y pensé que nunca más, nunca, a nadie le dejaría que tomara las riendas de mi vida.
Vuelve a la cama, por dios, que no son horas, escuché desde la habitacion; sí musité…
volveré…

jueves, 19 de febrero de 2009

Golpe de efecto


(Vettriano. Study games)

Me acerqué a ella por la espalda, mientras trasteaba con la ensalada. Su conversación animada me mantenía oculto en mi silencio, y no localizaba mi posición en la casa.
Así que me deslicé por su espalda, y mientras cogía su cintura con las dos manos, le besaba tímidamente el hueco que surge entre su cuello y la oreja derecha.
Al contacto de mis manos y de mis labios se calló con un estremecimiento. Repetí la operación, para que mis actos le dijeran que mi cuerpo y mi mente quería estar en el quicio de su espalda.
Me separé con calma, mientras su silencio se manejó como pudo con la ensalada, y le sugerí poner música; música y un poco de vino.
Del vino me encargué yo mientras ella rebuscaba en el baúl musical una canción a tono con el momento; Ella las 24 canciones de Serrat, y yo un somontano, tinto, crianza.
Me susurró que la cena estaba lista, y que necesitaba un momento en el baño. Yo me asomé por la ventana, por la que entraba la oscuridad de una noche de febrero. El que fuera un barrio antiguo y alejado de Madrid garantizaba cierta tranquilidad en sus ruidos. Las ventanas cerradas, y apenas tres… o cuatro luces en el edificio de enfrente.
La vida transcurría en las otras ventanas de maneras diferentes a lo que ocurría en la nuestra. Dos ancianos, (venerables me da siempre por pensar) frente a la televisión, se iluminaban su rostros al ritmo de las imágenes que veían.
Los del, veamos, uno, dos, tres… los del cuarto, peleando en la mesa con los niños, con la conversación de amenazas y apagados de televisión si no se comían esas judías verdes.
Casi a la altura de nuestra ventana, se encontraba la silueta de una chica que, como yo, miraba con curiosidad lo que pasaba frente a ella. No me miraba a mí; supongo que mi posición ya la había analizado, y miraba por encima de mi modesta segunda planta. Su silueta se marcaba por la luz de la lámpara de pie que tenía justo a su espalda. No se veía su rostro, pero se notaba que miraba por encima, por la posición de la cabeza… Un rato me quedé mirando.
Recordaba la película de “La ventana indiscreta” y me imaginaba captando cada imagen como si fuera única, como si lo que captaban mis ojos no volvería a repetirse.
Traicionado con mis pensamientos, no me di cuenta de su presencia hasta que sus brazos me apresaron por la espalda. “¿Qué miras? Nada, la vida quieta.
La música de Serrat recordaba al Mediterráneo, mientras la besaba.
Quizá, pensaba, son estos momentos, los pequeños, con magia, los que se tienen que guardar en el corazón.
Podemos hacer algo más interesante que cenar, me sugirió; Mi voz salió sin que yo la controlara: No quiero la ensalada, le reproché… ¿No? Pero, si ya está hecha, si solo hay que comerla. No quiero la ensalada. No quiero la ensalada… No quiero la ensalada….
Mientras abría los ojos, al menos cuatro cabezas miraban cualquier movimiento que sospecharan fuera a ejecutar.
¿Qué ha pasado? Resbaló, me dijeron. ¿Resbalé? Los vecinos escucharon un estruendo enorme en su casa, y como tenía su vecino de enfrente llaves, entraron; le encontraron en la cocina, con una mancha de aceite en el suelo, y la ensalada esparcida por todo el suelo.
¿Y la chica que estaba en mi casa? Alucinaciones, seguro.
Volví a cerrar los ojos… Malditas ensaladas, malditas dietas, musité desconsolado mientras descubría que, de nuevo, mis mejores sueños son golpes de efecto de mi imaginación .

miércoles, 18 de febrero de 2009

Paseando por París



(G. Caillebotte. Techos Nevados)

Sólo conocía París en verano. Y además coincidió que eran veranos de un calor insoportable. Los parisinos y los turistas metíamos los pies en las fuentes que aliviaban nuestros agobiantes paseos. Y, claro, París era la ciudad de la luz. Una luz que entraba por los cielos limitados que se creaban en los patios interiores, o por las claraboyas de algún paso interior. Todo era luz.
Pero siempre me sorprende leer que en París llueve, y mucho; que los días de luz son pocos, y que la condición normal en sus paseos es ir acompañado de un paraguas, o de una gabardina, si no quieres llegar calado y helado. Que las tonalidades de gris son muchas, y los matices oscuros, también.
Tras mi ascenso, uno de mis primeros viajes, además de un recorrido por Barcelona, Valencia, fue a París. Me prometieron, ante mi analfabetismo idiomático, un intérprete para poder sobrevivir a la reunión con uno de nuestros socios.
Llegué a París, al hotel, cerca de los campos Elíseos, la tarde previa a la reunión. Quería dar un paseo; lo que más me gusta de una ciudad es la posibilidad de andarla; de recoger en mi memoria los instantes, los olores, que me produce una ciudad al andar por sus caminos.
Quería un paseo por Montmatre, para visitar a Amelìe Poulen, y descubrir si las flechas que pudieran estar pintadas, me llevaban a ella.
Mi caminar era lento; no iba a un lugar concreto ni a una cita. París era ruido de coches, de cruces imposibles, de puentes de un río que en mi ciudad sólo se sueña. Parar en uno de los puentes, y descubrir como los barcos pasan por debajo, y los barcos de turistas, que siempre hay turistas, saludan; y tú les saludas. Parar en las esquinas y descubrir los bares, los cafés que miran a los paseantes, como yo.
El paseo frío y con colores grises, me transportó a una ciudad con otros matices. Recordaba el blanco y negro de las películas francesas que nos seducían. París era, tal y como recordaba, la ciudad que nunca te deja indiferente. Que saca los recuerdos olvidados, incluso si es tu primera visita a la ciudad.
Y el paseo también me trajo hambre; recordaba las calles estrechas llenas de restaurantes, de bistrot, de Dönner Kebap, cerca de Sant Germain. Allí, a pesar de ser miércoles laborable, se sentía el calor humano, y el olor a vino tinto. Los restaurantes españoles te tentaban con omelette españolas, y con paella.
Me atreví a entrar en un bistro pequeño, con puerta verde, con picaporte, como si entrara en una casa, y una pequeña ventana con los cristales oscuros que apenas dejaban ver lo que había en el interior.
El lugar, con pocos clientes, tenía pequeñas mesas redondas, con velas, y con música desconocida de fondo.
Quería cenar, dinner, le dije a la camarera. Sonrió; era evidente que yo era español; ni inglés, ni francés, y mezclando mal los tres idiomas. Sí, acompáñeme, me dijo en un español afrancesado, tan sensual como siempre uno imagina que te hablará una francesa.
Me ofreció una mesa, en un rincón, que me permitía ver la barra, y la puerta, al fondo. La carta en francés… tendrá que ser una omelette seguro. Pardon, le dije… no entiendo, le dije despacio, como si la velocidad de mi español transformara mi idioma en universal.
¿Qué quiere? Me devolvió con su español especial; lo que quieras y vino.
Me volvió a sonreir y se alejó.
Me encantan esos bares en los que, aun estando solos, puedes sentirte bien, acompañado de un espíritu en paz; y sonreirte.
No tardó en volver con un vaso de vino, y un vino que me descorchó delante de mi, dejándolo en la mesa para que yo me sirviera. Merci, le dije… se nota que me estoy soltando, me sonreí.
No recuerdo el vino, pero sé que me dio el toque de magia, esa magia definitiva que se produce cuando estás en el sitio indicado, en el momento justo; aunque no tuviera compañía. De repente, al añadir dos copas más a mi estómago vacío, todo era posible.
Pensé en mi amor perdido, en mis momentos duros, y sin embargo, en ese momento, me encontraba en paz conmigo.
Me trajo un bistec, con patatas… Todo era perfecto.
Al salir del restaurante, en el que la magia del vino, del bistec y de un par de quesos que me ayudaron a terminar con mi hambre, el frío que ya no esperaba me abofeteó la cara. El frío era impresionante, y el aire amenazaba con silbidos tras las esquinas.
Cogí aire y me propuse andar con paso firme en dirección a mi hotel. La ciudad, de repente, se encontraba vacía. Quizá la magia del bistro me alargó la noche y me trajo al París oscuro y nocturno de una ciudad que trabaja al día siguiente.
Mientras cruzaba un puente helador, el viento paró. De repente la ciudad calló por un momento… y empezó a nevar.
Me paré asimilando el milagro de vivir un momento que podía ser único para mí. La ciudad de la luz, con la iluminación de la nieve. Miré al final del río sin fin, y vi la nevada como caía sin prisa pero con ganas. No sé el tiempo que permanecí en ese estado de trance; quizá hasta que mis pies reclamaron movimiento para no morir.
Llegué blanco al Hotel. El empleado de recepción estaba asomado a la ventana que daba a la calle, sin pestañear.
Buenas noches, buenas noches señor. Impresionante nevada, ¿verdad?. Es cierto, le dije; y continué: Una vez, alguien me contó que había estado en París nevado, y que había sido un momento único. Y lo es. Ahora lo sé.
Recordé las palabras de aquel amor, cuando me relataba con emoción cómo vivió su nevada, su primera nevada en París.
Al subir a la habitación revisé si todavía conservaba su teléfono móvil; le envié un mensaje:
“Estoy en París, y nieva… y me acordé de ti”.
En la madrugada, recibí un mensaje:
“Ya tenemos más en común, París, la nieve, y un amor que nunca olvidaremos”
París amaneció nevado.
Yo amanecí sabiendo que París me había enamorado.

lunes, 16 de febrero de 2009

Nostalgia


(Monet)

Cuanto más tiempo permanezco lejos de ella, más siento nostalgia de mí.
Mi primer encuentro con ella, permanece en mi memoria como el instante en el que me di cuenta de que mi vida ya no iba a ser la misma. No sabes la trascendencia de los encuentros, ni de las palabras; más cuando salen del corazón. Aunque en el momento de vivir ese primer instante, ese primer encuentro, no lo reconocí.
Una vida la llevas en la rutina de lo que conoces; cuando aparece algo, o alguien que remueve tu forma de ver las cosas, y los colores de tu vida adquieren tonalidades distintas, dejas de verla igual. Y ya no hay vuelta atrás. Aunque lo quieras; aunque te digas que las cosas deberían estar como siempre.
Los cobardes no nos damos cuenta de la trascendencia de nuestras actitudes, aún cuando sabes que nuestras no acciones, a la larga, dañan más de lo que arreglan. Los daños colaterales de los sentimientos siempre son mayores cuando se ocultan. Porque crecen en el interior de uno mismo, hasta que la explosión no deja huella de los que has amado y querido.
Mi vida ya no puede ser la misma. Ya antes de conocerla; mi vida transcurría entre la soledad de mi vida, y la perfección de la vida dada a los demás. Nunca hubo mentiras hasta que los sentimientos trajeron contradicciones a mi corazón; a mi alma.
Ahora que dejé dormir mi vida, que mis sentimientos morían en la tormenta interior, vuelve a removerme la sonrisa de su mirar.
Ahora que mi tiempo transcurría en el silencio de mis escritos, aparece el mirar de sus palabras.
El encuentro con mi vida, y el reencuentro con las ganas de vivir se contradicen con mi oscura cobardía, con mi miedo a la felicidad.
No pretendo saber qué pasará en mi vida mañana; no vivo pensando que la vida no tiene sentido; todos los días encuentro un sentido a mi vida, por que si paro, dejará de tenerlo.
Cuando más tiempo permanezco lejos de ella, más siento nostalgia de mí.

domingo, 8 de febrero de 2009

¿Odio madrugar?



Salvador Dalí (El gran masturbador)


(Supongo que no es lectura para todas las edades... es mi segunda incursión en estos relatos... con un poco de pudor lo pongo...)


Sabía que estaba en el baño. Recien levantada, con pocas ganas de nada, salvo de volver a la cama a dormir. Se acostó tarde, muy tarde, yo la sentí, aunque mis ojos no podían abrirse cuando ella se metió en la cama, con los pies fríos. Llevaba su pijama gordo que no compensaba con su calor el frío de la casa. Se tapó con el nórdico, y rápidamente se durmió. Y yo no recuerdo más hasta la hora de su despertador. Tenía reunión a primera hora y quería ir con tiempo.. por variar me dijo.
Quizá fue eso, quizá que me levanté juguetón; quizá por que sí, por que el baño, con la niebla que el agua caliente produce... no sé... oí el agua recien abierta de la ducha y salté de la cama.
Oía como corría la puerta de la mampara cuando entró y la cerró.
Entré; Ella de espaldas a la puerta, con el ruido del agua sobre la bañera, ni se enteró.
Hola... hola, porqué te levantas tan temprano, preguntó.
Me despertaste y yo no puedo dormir.
Es que... me callé... qué... Es que me apetece ver como te duchas...
Estás tonto, te has levantado con la tontería pue... se calló cuando me vió cómo entraba en la ducha con ella... te enjabonas o te enjabono... no esperaba respuesta. Miró y vió mi predisposición a no dejarla ir...
Sabes que me tengo que ir... claro... cuando quieras....
Cogí la esponja y la empapé de gel. me miraba esperando cualquier movimiento para reprocharme que no debía estar ahí.
La miré a los ojos.. me gusta esa boca semiabierta le dije... y la besé. las lenguas se encontrarón con facilidad... mientras mi mano libre la cogía por la cintura para que notara que estaba preparado... la mano ocupada con la esponja empezó a enjabonar su culo... que estaba duro de la excitación...sus manos respondieron a mis besos, acariciandome...
la espuma y el vaho empezaban a aglomerarse entre nosotros... le di la vuelta. Mis manos en su espalda... enjabonaba mientras me movía para avisarla que estaba preparado. Las manos se acoplaron en sus pechos, para llenarlos de jabón...sus cuerpo entero estaba pidiendo guerra, y no podía dejarlos así. me puse de rodillas, poniendola de cara a mi de nuevo...
Saboreo su piel y su sabor intenso, apagado un poco por el agua y el jabón.
Eres un cabrón...
Sí... ¿paró...?
¿Paro el despertador? Mi madre, con la voz tan característica, me lleno de realidad. Llevas un buen rato hablando entre sueños; no deberías cenar tanto, que luego tienes pesadillas.
Todavía agitado, le di la razón a mi madre...

sábado, 7 de febrero de 2009

La sombra


(Salvador Dalí- Leda Atómica)

Su sombra se reflejaba en la cama. Estaba la ventana a su espalda, y la luz
que entraba con descaro, alargaba su sombra, de manera que se agitaba,
negra, junto a mí.
Mientras su sombra dormía a mi lado, sus ojos me recorrían con la mirada
de quien necesita saborear, de nuevo, un dulce postre, del que aún le queda
un buen pedazo que comer.
Acaricie su sombra y susurrando le pregunté, ¿No quieres tumbarte a mi
lado, y que tu sombra deje de mirarme?
Me gusta mirar tu cuerpo desnudo de ropas y de sábanas, me dijo; me gusta
imaginarme cómo me voy a acercar a tu cuerpo, cómo pasará mi mano sobre
tus caderas por vez primera, de nuevo. Quiero recorrer con mi imaginación
lo que voy a hacer, para que mi recorrido por tu cuerpo lo pueda hacer
con los ojos cerrados.
Tonto… aprende con la experiencia. No imagines si puedes vivirlo. No
quiero una sombra en mi vida; no quiero vivir como si estuviera en la
cueva de Platón, y vivir mi vida con las sombras que pasan por delante de
mi.
Durante un instante se quedó en silencio; por fin se giró y cerró las cortinas de la habitación, dejándome sin su sombra en la cama.
Se acercó al borde de la cama, y mientras se arrodillaba me cogió los
pies; los empezó a besar, subiendo poco a poco, y recorriendo mi cuerpo
de pies a cabeza.
Mientras me besaba, susurró…tienes razón, he pasado mi vida imaginando;
ha llegado la hora de que mi vida sea real, y no una sombra de mí. Voy a empezar a descubrir el dolor y el placer sin que mi imaginación sustituya mi ser.

martes, 3 de febrero de 2009

Paseo


(Gustave Caillebotte)

La vida estaba llena de color esa mañana.
Vivía en una constante jornada gris, y,
aunque el amanecer resultaba lluvioso,
él sólo veía color.
Se cambió de ropa; del azul casi negro,
al rojo casi fuego.
Se sonrió en el espejo, y aunque ese momento
siempre era en el que la realidad
se convertía en reflejo,
decidió que la tristeza se quedaría en un
lado del espejo;
en el otro la vida de color arcoiris.
Se asomó al mundo.
Era París.
Y pensó que en París siempre
podría vivir con los colores de la vida.

lunes, 2 de febrero de 2009

Durmiendo con él



(bodegón. Botero)

No me atrevía a abrir los ojos.
La noche acababa y la manta oscura que me ocultaba se iba levantando, dando claridad a todo lo que me rodeaba. No era algo que yo pudiera evitar, y sin embargo, mis ojos se aferraban a esa oscuridad. Percibía la luz que entraba por las rendijas de la persiana; parecía que me estaba tocando la frente con dulzura y calor, avisando que era ya la hora.
Notaba su presencia acurrucado encima de mí. Se aferraba a un sueño tranquilo, después de una noche que empezó por la mañana del día anterior.
Teníamos un día con su noche para estar juntos; nuestras vidas se solaparon durante el transcurso de un instante, y no queríamos que ese momento dejara un hueco por vivir.
Quiero estar siempre contigo, le dije. Aunque siempre tiene un final, que puede variar, y que depende de nosotros
Sabía que terminaría pronto nuestro para siempre. Él se quedaría lejos de mi vida, y mi vida volvía a ser un camino lleno de espinas sin él, aunque sé que habría aprovechado cada instante a su lado.
Me tengo que ir, susurré… No sé si volveremos a vernos. El silencio se espesó. Sólo puedo decirte que mi vida está más llena de sentido ahora.

Desde el otro lado de la puerta de la habitación del hotel me confirmaron el fin con una voz grave, como de ultratumba; “Las siete y media, señor”.
Abrí los ojos; Allí estaba tumbado sobre mí:
“Amor en tiempos de Cólera”, Gabriel García Márquez.
Cerré de nuevo los ojos; durante unas horas fue la mejor compañía que había podido tener. En realidad, pensé, estaremos ya siempre juntos, aunque una biblioteca de palabras nos separe.