jueves, 24 de febrero de 2011

Veintitrés

(foto de El País. Manifestación Miguel A. Blanco)(conseguida con la ayuda inestimable de Alamut)


El mundo se mueve al margen de mi existencia.
Es un claro axioma que cada vez tengo más presente.
Los treinta años de un acontecimiento histórico me traen a la memoria lo que ese día hacía. Lo que comentaban los vecinos mientras llenaban el coche con maletas y niños dirección a un pueblo desconocido de la sierra. Un acontecimiento que todos los que teníamos algo de conocimiento de lo que esos años suponían de revolución para nuestras vidas, tenemos todavía presente.
Y todos sentíamos que estábamos haciendo historia. Yo me siento partícipe de ese momento. Escuchando la radio, viendo la tele ciega y muda. Noche en vela que todos vivimos con conciencia de algo que nos marcaba para siempre.
Después llegaron las manifestaciones. Millones de personas en la calle reclamando lo que todavía sentíamos como precario aunque ya nuestro. Años después, en las manifestaciones con las manos blancas; los silencios increibles desde cibeles hasta colón... y más.
Ahora veo los acontecimientos en la televisión. No digo ya los movimientos en los paises árabes, no. Los cercanos. La vida política, las noticias de un país que se encuentra acobardado por la ineptitud y la cobardía de los que nos representan, y mantiene baja la cabeza frente a los atropellos de los derechos básicos de la Constitución y de la dignidad misma de las personas que quieren simplemente vivir.
Desde el dia 23 de febrero, desde ese 23 del año 1981, siempre tengo la sensación de que algo va a pasar, al margen de lo que yo quiera. Un 23 se produjo la expropiación de un consorcio, el de la abeja. El 23 una operación rutinaria de un miembro de la familia, nos introdujo el significado del cáncer en nuestra familia. Un acontecimiento que sacó la tragedia de un futuro con fecha de caducidad.
Un 23 de febrero reciente marcó en mi ruta de vida un cambio en la forma de encarar las cosas. La visión clara de que uno puede estar sólo en la vida y sonreir a pesar de todo. Y mi sensación de que si no había odiado en ese instante, nunca lo volvería a hacer.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Calipso

(vista de Formentera. junio 2009)

El atardecer rojo que ilumina todo el paseo, anuncia que la tarde es ya incertidumbre y brevedad.
La lectura clara que me proporciona el día se salpica de manchas rojas y no deja perseguir las palabras que hasta ese instante leo con avidez.
La noche me empieza a iluminar, aunque no lo suficiente como para pasar página. Hasta este momento, el libro me impedía levantar los ojos de sus letras. Me tiene hipnotizada. Hace tiempo que nada escrito me mantiene en tensión durante tanto tiempo. Menos mal que estoy de vacaciones y le puedo dedicar mi espacio interior.
Vuelvo a casa con la luz temblorosa de las farolas que parecen indicarme el camino a casa. La oscuridad me asalta casi por sorpresa, y no percibo aún la luna como referencia. Recuerdo hace unos años una luna increible reflejada en el mar. Parecía iluminar toda la isla en la que en ese momento vivía.
Intento estar cerca del mar en el tiempo de vacaciones. Un libro, el mar,quizá con un poco de suerte, la luna haciéndome compañía. Es lo que necesito.
Llego a la casa que no es la mía. En estos días en los que me sirve de cueva, tengo que reconocer su silueta cada vez que entro. Ante la duda, enciendo la luz del hall.
Reconozco los muebles que salpican el salón, apago la luz e intento viajar hasta la terraza por el recuerdo instantaneo que se ha quedado en mi mente. A pesar de los tropiezos llego sin dolor de rodillas y abro la ventana al mar. Este rompe con calma pero constante sobre las pequeñas rocas que artificialmente han colocado con el inútil intento de sostener al mar en su silueta. El mar en su calma siempre cambiante me enseña su mejor rostro. El fondo tiene nubes que ayudan a limitar el cielo del agua .
La luz de la luna empieza a inundar de sombras la noche.
Pienso en él. Me quiso retener. Me quiso mantener en una isla,en su isla. Creía que su sola presencia serviría para tenerme allí. Que sus regalos y sus atenciones serían suficientes. No se daba cuenta de que yo era mucho más. Que no había isla, ni océano con el tamaño suficiente como para encerrarme allí.
Intento observar de nuevo alguna arruga en el mar; alguna roca que indicara dónde se encontraba esa isla que hubiera sido mi prisión si no es por la oportuna aparición de un ser del que ya no me acuerdo, pero que me  liberó, y me convirtió de nuevo en un ser sin ataduras.
¿Por qué será que le echo tanto de menos? Quizá no supo entender qué era lo que yo más deseaba. Mi libertad.
Vuelvo al libro... Es la única manera de olvidarme de él; quizá me siga esperando en la playa de la isla, pronunciando mi nombre; quizá muriendo de pena.