
El Rosetón de la Catedral parecía cargado de oscuridad. Traducía los nubarrones que en el exterior clamaban lluvia.
Sentado en los primeros bancos, no dejaba de ver la hermosura de sus trazos, la delicadeza de sus imágenes. Todo se intuía bello, pero oscuro. No había luz que desde el exterior le diera vida a ese rosetón.
La catedral en silencio, no ayudaba a sentirme seguro. Temía tener que salir de allí invadido por ese callar majestuoso, y por los grises que inundaban hasta mi corazón.
Las nubes, quizá en un arrebato de arrepentimiento, quizá por la idea de que la oscuridad que transportaban no era más que la necesidad de limpiar las calles de almas sucias pero que las almas limpias no se merecían ese gris amanecer, se ablandaron y dejaron asomar unos rayos de luz.
Y en un instante, como la sonrisa poderosa del niño, la luz entró a través del Rosetón… Tardó un instante en reflejar su belleza; quizá sujetó unos instantes esos rayos de luz para poder concentrarse e iluminarse más aún.
Y se iluminó la Catedral.
Y el Rosetón cambió. Su luz me dijo que la belleza la conservaba. Y parecía prometer que ninguna nube negra le quitaría de nuevo su grandeza.