miércoles, 18 de febrero de 2009

Paseando por París



(G. Caillebotte. Techos Nevados)

Sólo conocía París en verano. Y además coincidió que eran veranos de un calor insoportable. Los parisinos y los turistas metíamos los pies en las fuentes que aliviaban nuestros agobiantes paseos. Y, claro, París era la ciudad de la luz. Una luz que entraba por los cielos limitados que se creaban en los patios interiores, o por las claraboyas de algún paso interior. Todo era luz.
Pero siempre me sorprende leer que en París llueve, y mucho; que los días de luz son pocos, y que la condición normal en sus paseos es ir acompañado de un paraguas, o de una gabardina, si no quieres llegar calado y helado. Que las tonalidades de gris son muchas, y los matices oscuros, también.
Tras mi ascenso, uno de mis primeros viajes, además de un recorrido por Barcelona, Valencia, fue a París. Me prometieron, ante mi analfabetismo idiomático, un intérprete para poder sobrevivir a la reunión con uno de nuestros socios.
Llegué a París, al hotel, cerca de los campos Elíseos, la tarde previa a la reunión. Quería dar un paseo; lo que más me gusta de una ciudad es la posibilidad de andarla; de recoger en mi memoria los instantes, los olores, que me produce una ciudad al andar por sus caminos.
Quería un paseo por Montmatre, para visitar a Amelìe Poulen, y descubrir si las flechas que pudieran estar pintadas, me llevaban a ella.
Mi caminar era lento; no iba a un lugar concreto ni a una cita. París era ruido de coches, de cruces imposibles, de puentes de un río que en mi ciudad sólo se sueña. Parar en uno de los puentes, y descubrir como los barcos pasan por debajo, y los barcos de turistas, que siempre hay turistas, saludan; y tú les saludas. Parar en las esquinas y descubrir los bares, los cafés que miran a los paseantes, como yo.
El paseo frío y con colores grises, me transportó a una ciudad con otros matices. Recordaba el blanco y negro de las películas francesas que nos seducían. París era, tal y como recordaba, la ciudad que nunca te deja indiferente. Que saca los recuerdos olvidados, incluso si es tu primera visita a la ciudad.
Y el paseo también me trajo hambre; recordaba las calles estrechas llenas de restaurantes, de bistrot, de Dönner Kebap, cerca de Sant Germain. Allí, a pesar de ser miércoles laborable, se sentía el calor humano, y el olor a vino tinto. Los restaurantes españoles te tentaban con omelette españolas, y con paella.
Me atreví a entrar en un bistro pequeño, con puerta verde, con picaporte, como si entrara en una casa, y una pequeña ventana con los cristales oscuros que apenas dejaban ver lo que había en el interior.
El lugar, con pocos clientes, tenía pequeñas mesas redondas, con velas, y con música desconocida de fondo.
Quería cenar, dinner, le dije a la camarera. Sonrió; era evidente que yo era español; ni inglés, ni francés, y mezclando mal los tres idiomas. Sí, acompáñeme, me dijo en un español afrancesado, tan sensual como siempre uno imagina que te hablará una francesa.
Me ofreció una mesa, en un rincón, que me permitía ver la barra, y la puerta, al fondo. La carta en francés… tendrá que ser una omelette seguro. Pardon, le dije… no entiendo, le dije despacio, como si la velocidad de mi español transformara mi idioma en universal.
¿Qué quiere? Me devolvió con su español especial; lo que quieras y vino.
Me volvió a sonreir y se alejó.
Me encantan esos bares en los que, aun estando solos, puedes sentirte bien, acompañado de un espíritu en paz; y sonreirte.
No tardó en volver con un vaso de vino, y un vino que me descorchó delante de mi, dejándolo en la mesa para que yo me sirviera. Merci, le dije… se nota que me estoy soltando, me sonreí.
No recuerdo el vino, pero sé que me dio el toque de magia, esa magia definitiva que se produce cuando estás en el sitio indicado, en el momento justo; aunque no tuviera compañía. De repente, al añadir dos copas más a mi estómago vacío, todo era posible.
Pensé en mi amor perdido, en mis momentos duros, y sin embargo, en ese momento, me encontraba en paz conmigo.
Me trajo un bistec, con patatas… Todo era perfecto.
Al salir del restaurante, en el que la magia del vino, del bistec y de un par de quesos que me ayudaron a terminar con mi hambre, el frío que ya no esperaba me abofeteó la cara. El frío era impresionante, y el aire amenazaba con silbidos tras las esquinas.
Cogí aire y me propuse andar con paso firme en dirección a mi hotel. La ciudad, de repente, se encontraba vacía. Quizá la magia del bistro me alargó la noche y me trajo al París oscuro y nocturno de una ciudad que trabaja al día siguiente.
Mientras cruzaba un puente helador, el viento paró. De repente la ciudad calló por un momento… y empezó a nevar.
Me paré asimilando el milagro de vivir un momento que podía ser único para mí. La ciudad de la luz, con la iluminación de la nieve. Miré al final del río sin fin, y vi la nevada como caía sin prisa pero con ganas. No sé el tiempo que permanecí en ese estado de trance; quizá hasta que mis pies reclamaron movimiento para no morir.
Llegué blanco al Hotel. El empleado de recepción estaba asomado a la ventana que daba a la calle, sin pestañear.
Buenas noches, buenas noches señor. Impresionante nevada, ¿verdad?. Es cierto, le dije; y continué: Una vez, alguien me contó que había estado en París nevado, y que había sido un momento único. Y lo es. Ahora lo sé.
Recordé las palabras de aquel amor, cuando me relataba con emoción cómo vivió su nevada, su primera nevada en París.
Al subir a la habitación revisé si todavía conservaba su teléfono móvil; le envié un mensaje:
“Estoy en París, y nieva… y me acordé de ti”.
En la madrugada, recibí un mensaje:
“Ya tenemos más en común, París, la nieve, y un amor que nunca olvidaremos”
París amaneció nevado.
Yo amanecí sabiendo que París me había enamorado.

8 comentarios:

tag dijo...

Si, a mi tambien me enamoró Paris con la nieve, la primera vez que fui.
Paris tiene un encanto especial, yo se lo he ido descubriendo poco a poco, pero siempre "in crescendo". Es una ciudad para perderse....
Por eso dicen que es la ciudad del amor... Oh!! la,la!!!

Besos

Mónica dijo...

Precioso post sobre tu viaje a Paris. Un abrazo y gracias por compartir la nieve del cuadro y la que contemplaste. Además de los sentimientos agradables que transmites.

Miguel dijo...

Gracias Tag; gracias Mónica.Me encanta París. Y es un lugar que siempre me ha transmitido magia; aunque me temo que este paseo, con nieve, forma parte de mi imaginación. Espero que se cumpla.
Saludos

Marta dijo...

Ima
lindo.
deja que tu imaginación te continue llevando de la mano.
besets.

Alamut dijo...

Recuerdo esa primera nevada, en el museo Rodin, yo sola delante de la puerta del infierno, todo el jardin del palacete donde el museo se emplaza para mi, en soledad y el mundo se paro y mis ojos pardos brillaron..... Gracias....

MARIA UVAL dijo...

De Paris me enamoré definitivamente viendo imagenes de un día de lluvia, pero si aun no me hubiese enamorado de él, seguramente lo habría hecho a través de tu relato. Y se que el día que lo visite me acordaré de tu post que ha sido realmente hermoso de transitar, como supongo que será París.

LU dijo...

MARAVILLOSO.
Después de leer algunos de tus escritos, éste va a ocupar, de momento, el primer puesto en mis predilectos. Es que me ha encantado de principio a fin.

La esencia de un viaje, llegar a una ciudad y poder dar un paseo (Amelie). Esa cena. Y la nevada, poniendo fin con ese paisaje helado, pero lleno de magia.

Qué bonito, de verdad. Cuánto me ha gustado.

Biquiños

José dijo...

Que descripción más mágica sobre tu visita a París, me has traslado en décimas de segundo de nuevo a la Ciudad de la Luz y el amor. París es espectacular. Pasear por los campos elíseos disfrutando de la majestuosa presencia de la Dama de Hierro no tiene precio o quedar embelesado con su historia y arquitectura romántica como la Catedral de Notre Damme, entre muchas otras edificaciones. Estuve recientemente y quedé tan enganchado que sé qué volveré pronto. Comparto el free tour que hice y que me ayudó a adentrarme en su corazón https://tourgratis.com/tour/free-tour-paris . Un abrazo.